Aquí te dejo, me voy a las batallas
«Lo personal se hizo político en los setenta, y hoy lo político deshace sus pasos y se hace personal»
«América, / aquí te dejo, /me voy a las batallas, /luchar es más hermoso que cantar», escribía Manuel Escorza en los años 50. El poeta peruano seguramente se refería a las reivindicaciones indigenistas o populares, o quizá intuía de forma prematura que el futuro inmediato estaría marcado a sangre y fuego por las asonadas guerrilleras, no lo sé. El caso es que estos versos, leídos en el presente, parecen hablar de otra cosa; incluso parecen cobrar una siniestra actualidad, como si no se refirieran a los poetas dispuestos a inmolarse en las revoluciones latinoamericanas, sino a los activistas estadounidenses y europeos que hoy, ya no en el monte o los sumideros urbanos, sino desde las redes sociales, las instituciones culturales o los medios de comunicación, han decidido hacer lo mismo: emprender batallas. «Aquí te dejo,/ me voy a las batallas culturales», podrían decir.
No es difícil percibir que la convivencia en las sociedades occidentales se ha vuelto más rocosa y conflictiva, ni que el debate político e ideológico se ha convertido en algo más, casi en una contienda moral en la que se empieza debatiendo sobre cualquier acontecimiento público, la bofetada de Will Smith, por ejemplo, y se acaba cuestionando la integridad de quien la censura o justifica. Lo personal se hizo político en los 70, y hoy lo político deshace sus pasos y se hace personal. Cualquier opinión justifica un escrutinio íntimo de quien la lanza, para ver qué prejuicios inconscientes, qué filias y qué fobias, la están animando. La discusión pública deriva así en cuestionamientos del lugar desde el que se habla, y el resultado inevitable es un cruce de fronteras que emponzoña el normal flujo de la vida en comunidad.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? En su último libro, Libertad. Una historia de la idea, el ensayista Josu de Miguel da pistas de gran lucidez. La sociedad actual, dice, ya no se observa «como un ámbito autónomo, rico y diverso en el que confrontar ideas o proyectos políticos, sino como un lugar de poder en el que se producen permanentes relaciones de violencia de unos grupos e individuos sobre otros». Lejos de ser un cambio baladí, esta nueva manera de percibir o entender la sociedad explica muchas cosas, empezando por la movilización de tantos. Si se van a las batallas culturales es porque han dejado de creer en la neutralidad, la meritocracia o el pluralismo. Estos valores no serían más que mitos o espejismos destinados a ocultar una única realidad: la opresión de los más fuertes sobre los más débiles y la lucha de las distintas identidades por el acceso y el control hegemónico de la sociedad. Ya no sería el pecado, como en San Agustín, sino el privilegio, lo que estaría viciando cada vínculo social.
Esta interpretación del funcionamiento social conduce a una paradoja que de Miguel también señala. Si el poder y la opresión y el privilegio contaminan cada interacción, si no hay mérito ni suerte que valgan o que expliquen el reparto de oficios y destinos, a las instituciones no les queda más opción que seguir la lógica de los activistas y reivindicar a quienes se sienten oprimidos. Los museos se llenan de arte de las víctimas, los medios dan voz a quienes dicen rebelarse, los tribunales adquieren perspectiva de género y la identidad deja de ser un detalle contingente para convertirse en el pilar de la sociedad. Ya no basta con perseguir el prejuicio y censurar la discriminación; se hace indispensable algo más, el reconocimiento. El problema, claro, es que dicho reconocimiento sólo puede recaer sobre las identidades grupales. A tal o cual persona se le dará voz, visibilidad o acceso no necesariamente por sus talentos, sino por representar el padecimiento de una identidad.
Las consecuencias de todo esto no son menores. Suponen desandar el proceso de ciudadanía que liberaba al individuo de compromisos étnicos y grupales; suponen volver a cargar a las personas con pecados o virtudes heredadas; y suponen, en definitiva, asumir que más allá de mi gueto identitario no hay más que estepa y guerra.