Legados de Mario Muchnik
«Muchnik fue un editor al que el entusiasmo por la obra de sus autores le sirvió de carburante inagotable»
Hace seis años que el editor Mario Muchnik encerró su particular rosebud en la caja fuerte del Banco Español del Río de La Plata, ahora la sede del Instituto Cervantes en Madrid. Yo estuve ahí y vi cuál era ese triple rosebud. Consistía en una flauta que tocaba de niño allá en Buenos Aires, una vieja caja de música a la que hizo sonar mil veces, y un retrato dedicado de Shirley Temple niña que su padre le trajo de Nueva York. Recuerdo que pensé en Albert Cossery –el egipcio de Saint-Germain– que fue un autor que también editó Mario en España. Cossery «rechazaba la lógica del dinero» y Muchnik escribió en sus Memorias que «ser cuidadoso con el dinero no es prerrogativa del gran editor».
Quien lo conoció sabe que vivía como si el dinero no existiera. Fue un editor enmarcado en la tradición de los grandes europeos –Gallimard, Einaudi, Laffont, Feltrinelli, Rowholt, Barral, Salinas…– y crecido entre ellos. Y fue un editor al que el entusiasmo por la obra de sus autores le sirvió de carburante inagotable. Nunca me ha gustado –de hecho, me repele– que me llamen maestro –él lo hacía con sus escritores– pero en sus labios significaba el pasaporte por el que estaba dispuesto a publicarte. Si, tras leer tus manuscritos, no te lo hubiera llamado, quería decir que nada tenías que hacer con él: empleaba el término en un sentido jamesiano, o sea, estilístico. Ese entusiasmo suyo era la clave que ha definido tanto su trabajo como su manera de estar en la vida y de acogerte a su lado el tiempo que fuera. Sin obligarte nunca a nada, ni siquiera a quedarte. Fue la conducta que tuvo con todos sus autores: Bruce Chatwin, Ítalo Calvino, Elías Canetti, Susan Sontag, Julio Cortázar, Isaiah Berlin, Primo Levi, Albert Cossery, Oliver Sacks, Elie Wiesel, Coetzee, Kadaré y medio imperio austrohúngaro: Franz Werfel, David Vogel, Leo Perutz… Y ya sabemos que tanto el rostro como la biografía de un editor es su catálogo. También su posicionamiento moral: desde la divulgación de pensadores que nos ayudaron a pensar de manera diferente –los citados Steiner y Berlin o Ramin Jahanbegloo– hasta su convencimiento, repetido una vez y otra, de que se empieza con una falta de ortografía y se acaba en el umbral de Auschwitz.
Vuelvo a Albert Cossery y a la caja fuerte del Cervantes, con Mario exhibiendo sus amuletos y haciendo chistes frente a la muerte. Cossery vivió en el Hotel de La Louisianne y se sentaba cada tarde en el Flore. Allí sentado, miraba desde la quietud: en sus últimos años parecía un lagarto inmóvil, el cuello de la camisa cerrado, observando a la gente que pasaba por su campo de visión. Hasta sus ojos parecían los de un lagarto. Los ojos parisinos de su editor en España, Mario Muchnik, no eran los que se manifestaban tras sus gafas sino una pequeña Leica con la que atrapaba el mundo para devolverle un rostro enriquecido. Lo mismo hacía con sus escritores: nos fotografió, prácticamente, a todos. Por eso su biografía la forman también las fotografías de los autores que retrató: Vargas Llosa, Michel Leiris, Ítalo Calvino en París, Julio Cortázar, Alejo Carpentier o Bioy Casares (ambos en París también); Simone de Beauvoir agarrada a su bolso en Roma y Jean Paul Sartre hablando con la mano alzada –que es como hablan los dictadores–, y André Malraux con el dedo en vez de la mano, más tranquila en el caso de Cohn-Bendit y los sueños rotos; Kenize Mourad y Pierre Mendés-France… Sin olvidar a dos grandes poetas: Giuseppe Ungaretti y Stephen Spender… La mirada de Mario Muchnik, las lecturas de Mario Muchnik, otros rosebuds…
Le debo haber apostado por mi narrativa en un momento que no sé qué habría pasado con ella de no haberlo hecho él con la pasión que lo hizo. Me publicó mis dos primeras novelas y dos libros de relatos y fui yo quien cambié después de casa editorial; nunca me lo reprochó. Le debo el ofrecimiento de su casa en La Toscana; el conocimiento del Hispano, en Madrid; la compañía de unos escritores con los que, en aquel momento, ni se me habría pasado por la cabeza compartir espacio en su catálogo; un hermoso retrato fotográfico en la noche mallorquina –antes de presentarle yo uno de los volúmenes de sus Memorias–; y unos días y noches en París completamente cubierta por la nieve –había ido a presentar sus fotos en el Instituto Cervantes de París, invierno de 2018, junto a Marcos Ricardo Barnatán, invitados ambos por Juan Manuel Bonet– que siempre, siempre, serán inolvidables. En esos días visité Deyrolle, fui peatón feliz de París –solitario y en compañía–, y cené por última vez –ninguno de los dos sospechaba siquiera que sería la última– con mi amigo Pierre Le-Tan. Mario, de salud dañada, se había quedado en Madrid, pero fue su espíritu el que nos convocó aquellos días y su mejor mirada estaba en la mirada de todos los escritores cuyas fotografías colgaban en las paredes del Cervantes parisino. Entre esas fotos y los libros que editó permanece esa mirada suya, que ahora es la de todos.