Volver a Berlín
«Esta ciudad es uno de los últimos santuarios del vicio y de la concepción nietzscheana del arte»
Hay ciudades que a uno le han formado y que se convierten en algo así como un resto de sí mismo. Volver a Berlín, tras casi tres años de abstinencia pandémica, ha sido una experiencia en muchos sentidos reparadora y fundamental. El aliento de la guerra ha empañado la ilusión de renacimiento que esperábamos disfrutar tras estos años de excepción y encierro. De pronto, el mundo entero se nos ha aparecido del revés, pendiente de un hilo, colgando de la posibilidad de su destrucción, tal y como, según Chesterton, vio un día San Francisco la ciudad de Asís, a punto de caerse, bajo una nueva luz de eterno peligro y dependencia. Y desde Hölderlin sabemos que en el peligro también crece lo salvo. Volver a Berlín no ha sido por tanto regresar a la misma capital que dejamos en 2019 sino experimentar una forma distinta de estar aquí, mucho más insegura pero también más grave, en un sentido múltiple atravesado por la azagaya de la pérdida y el milagro.
Los viejos y obsoletos aeropuertos han quedado atrás y ahora aterrizamos en el nuevo, demorado y polémico de Brandenburgo, bautizado en recuerdo de Willy Brandt, aquel canciller que se atrevió a arrodillarse frente al memorial del gueto de Varsovia, «el gesto que hacen los humanos cuando las palabras fallan». Ahora el de Tegel está lleno de refugiados ucranianos, como hace unos años lo estuvo de sirios el de Tempelhof, construido en la Alemania nazi por Albert Speer. Esa será la conversación de las primeras horas. La frontera con Ucrania está muy cerca, tanto como lo está Barcelona de Madrid. Algunos amigos contarán cómo fueron a la estación de tren a recibir a familias huidas. Hay madres que no sabían dónde estaban sus hijos. Las imágenes persisten en el insomnio. En las calles se ven por todas partes banderas de Ucrania, un país tradicionalmente muy cercano a la ciudad y la nación.
Al mismo tiempo, Berlín sigue con su vida aparte. Acerca del dolor, nunca se equivocaron los viejos maestros. Como en el cuadro de Brueghel, el martirio sigue su curso mientras todo vuelve la espalda olímpicamente al desastre. Los bares y restaurantes están atestados de gente. Falta un día para que decaigan las medidas de control de acceso a los locales. Otro amigo me dirá desde Hungría, país aún más fronterizo con la guerra, que el ambiente en la calle es de fiesta. Tanz auf dem Vulkan. Berlín es en ese sentido una ciudad excepcional. Libre de finanzas e industria, está casi exclusivamente dedicada a la política, la cultura y la juerga. Arrasada y reconstruida, dividida y reunificada, Berlín es la última capital del siglo XX. Muchos bares apestan todavía a tabaco, contra la asepsia de importación estadounidense. No hay remedio. Los europeos somos borrachos, suicidas y noctámbulos. Que hagan deporte ellos. Esta ciudad es uno de los últimos santuarios del vicio y de la concepción nietzscheana del arte. Y tal vez por eso, la música tenga aquí una importancia que va más allá del puro consumo cultural.
En cuatro días hemos asistido cada día a un concierto memorable. El primero en la Pierre Boulez Saal, un auditorio oval impulsado por Daniel Barenboim y cuya leyenda resume sus propósitos: Musik für das denkende Ohr, música para el oído que piensa. Con una acústica prodigiosa y diseñado para albergar sobre todo piezas de cámara, la Pierre Boulez privilegia la programación de obras del siglo XX, a menudo de compositores poco conocidos. Fue el caso de Philippe Manoury, que abrió el concierto de aire francés con su estupenda Quasi una ciacona für Viola Solo. Michael Barenboim, hijo del pianista y director, alternó durante toda la sesión el violín con la viola, siempre con eficacia, bastante contenido. Empezó luego el diálogo de la cuerda con el piano, de la mano de la jovencísima Nathalia Milstein, toda una revelación. Después de la sonata para viola y piano de Henri Vieuxtemps descubrimos al joven Benjamin Attahir con su Bayn Athnyn für Violine, Viola und Klavier. Y el concierto terminó con dos clásicos, el Hommage à Rammeau de Debussy, que Milstein bordó, tras un primer arranque algo dubitativo, y con la maravillosa e inagotable sonata para violín y piano de César Franck, probable modelo de la sonata de Vinteuil que a Proust le sirvió como metáfora de su propio virtuosismo estilístico en la novela que terminó hace ahora cien años.
La Staatsoper Unter den Linden estuvo cerrada durante siete años para acometer la reforma que le ha devuelto el esplendor dieciochesco. En dos tardes consecutivas, pudimos disfrutar en ese teatro de dos óperas maestras. Primero un montaje clásico de El caballero de la rosa de Richard Strauss, dirigida por Simone Young al frente de la Staatskapelle. Todo es felicidad en esta obra en la que Strauss y Hoffmansthal quisieron reproducir el espíritu de las óperas mozartianas, sobre todo de Las bodas de Fígaro. Destacó el trío de voces femeninas, las sopranos Camilla Nylund y Siobhan Stagg, en los papeles de la Mariscala y de Sophie, y la mezzo Michèle Loisier como un inolvidable conde Octavio.
Tras una propuesta escenográfica convencional, nos esperaba un montaje polémico de Don Giovanni, la ópera de todas las óperas. Esta vez en el foso estaba Daniel Barenboim, recién recuperado de una operación de espalda, a punto de cumplir, el próximo noviembre, ochenta años. Como escribió hace un tiempo Luis Gago, el mejor crítico musical de Europa, no somos conscientes del raro privilegio que supone ser contemporáneos de este músico integral. Desde que se hizo cargo de la orquesta tras la caída del Muro, Barenboim restauró poco a poco la Staatskapelle –una de las más antiguas pero también de las peor envejecidas– hasta convertirla en una de las mejores del mundo, más allá del repertorio estrictamente operístico. Ya sea como director o como solista, la presencia de Barenboim en la ciudad es constante y radial, como un alcalde cultural in pectore. Concertista desde los cinco años, ha conocido a todos los grandes músicos del siglo pasado, desde Furtwängler a Otto Klemperer y Arthur Rubinstein. Y sin ser discípulo directo suyo, aprendió mucho de Celibidache. Quedan ya muy pocos artistas con su bagaje, su ambición y su compromiso político, patente en la West-Eastern Divan Orchestra que fundó con Edward Said.
Tras su apariencia bufa, Don Giovanni es una ópera complejísima en todos los aspectos. Mozart abrió los oídos de la época a formas y distorsiones que nunca se habían escuchado, preludiando las revoluciones más radicales que se llevarían a cabo dos siglos después. Barenboim dirigió (¡de memoria!) con gran precisión y tempi amplios, de resonancias furtwänglerianas, sin los efectismos habituales, dejando que toda la complejidad de la partitura se transparentara hasta el más mínimo detalle. Da Ponte hizo una adaptación muy particular del mito español, utilizando a Don Juan para dramatizar la transformación social y religiosa que se estaba viviendo en Europa con la agonía del Antiguo Régimen. A diferencia de lo que ocurre en la tradición cristiana, en su versión Don Juan no se arrepiente y su triple no antes de caer a los infiernos resuena con una subversión que anuncia un nuevo mundo, el definitivo rechazo de la trascendencia y la afirmación del absoluto dominio humano. El montaje de Vincent Huguet, discípulo de Patrice Chéreau, ha sido polémico y discutido. Don Juan es aquí un célebre fotógrafo de moda, ya algo encanecido y entrado en carnes, que ha seducido a todas las modelos y actrices del mundo, interpretado por un magnífico Michael Volle.
Los evidentes ecos del movimiento Me too hicieron temer al principio algo demasiado fácil y oportunista, pero el desenlace, con la aparición del Comendador en forma de juez supremo y el infierno transformado en una camilla en la que Don Juan es apresado por unos enfermeros que le sedan con una inyección, invitaron a pensar en la pervivencia del mito en nuestros días. Si hay un mito incómodo y transgresor en nuestra época, es sin duda el de Don Juan. Y la interpretación de Huguet, de inspiración foucaultiana, es bastante más compleja de lo que podría parecer a simple vista. ¿Qué ha pasado en un mundo donde la moral, después de emanciparse de la religión e intentar sobrevivir con autonomía, queda a merced de la masiva opinión pública, usurpadora a su vez de la justicia? ¿Y qué ha quedado de la expiación en una sociedad que privilegia el discurso biológico y médico frente al espiritual y metafísico? Esas parecen ser algunas de las pertinentes preguntas que el montaje formula. La música y la letra permitían pensar históricamente el mito, mientras que la escenografía proponía una metamorfosis plausible del viejo seductor, hoy más maldito que nunca, espejo de las tensiones sociales e ideológicas del siglo XXI. Quizá la ópera sea el único género en el que lo inverosímil y anacrónico pueda utilizarse con mayor destreza y propiedad, puesto que son constitutivos del mismo. Por otra parte, Mozart es el compositor que mejor dramatizó la singularidad y la emancipación femeninas, hasta el punto de revolucionar el concepto de “aria” para tal cometido. Richard Strauss fue en ese aspecto su heredero ideal.
Para terminar, el último día aún pudimos asistir a un concierto en el Christophori, una sala alternativa ubicada en el barrio de Wedding. Se trata en realidad de una nave industrial transformada en taller de reparación de pianos que también sirve de escenario para conciertos de cámara. La idea fue de Christoph Schreiber, un neurólogo apasionado de la música clásica y los hammerklavier. Además de intentar mejorar la salud cerebral de sus pacientes, Schreiber restaura pianos viejos él mismo que luego tocan artistas invitados, jóvenes y consagrados, muy cerca del público. Por un módico precio, uno puede disfrutar de un estupendo recital mientras se toma una copa de vino e incluso departir al final con el solista. El lugar parece un refugio en tiempos de guerra, lejos de la etiqueta y el lujo de las salas convencionales, transido de un conmovedor espíritu de servicio comunitario. Aquel día el joven pianista israelí Ido Zeev se atrevió con una sonata de Scriabin, varios preludios de Debussy y al final nada menos que dos de las últimas sonatas de Beethoven, la 110 y la 111. Sólo por la osadía mereció todo nuestro aplauso.
Al regresar al día siguiente, aún sin haber asimilado todo lo vivido, resonaban en la memoria unas palabras de George Steiner, hace años, en una entrevista en la televisión alemana: Es ist doch ein Gottes Wunder, dass es nach zwei Weltkriegen noch ein Europa gibt. Es un milagro que tras dos guerras mundiales aún exista Europa.