THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Decir la verdad: un acto revolucionario

«En nuestro mundo, mentir sobre cualquier asunto, con el fin de lograr un objetivo, se ha convertido en algo tan natural como respirar»

Opinión
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Decir la verdad: un acto revolucionario

Jean-François Revel. | Wikimedia Commons.

Cada vez más personas se sienten desconcertadas por la sucesión de crisis que, primero, se manifiestan en su forma material, a través de la economía, para después golpear con fuerza las instituciones políticas y la confianza en el sistema. Nuestro mundo se ha convertido en un gigantesco gallinero, donde corremos de un lado a otro sin orden ni concierto, como pollos sin cabeza, ensordecidos por un estruendoso cacareo. ¿Qué está pasando?, nos preguntamos sumidos en la angustia, ¿por qué todo lo que parecía sólido se desmorona sin remedio?

Las explicaciones se suceden con tal prodigalidad que más que llegar se precipitan sobre nosotros. Las hay que atienden a fenómenos de gran alcance cuyas consecuencias son imprevisibles, la emergencia del populismo, el nuevo orden mundial, el reequilibrio multipolar, el auge del autoritarismo, la guerra cultural… Otras señalan al orden interno de nuestras democracias, su corrupción, sus desigualdades y sus déficits de «justicia social». Finalmente están las que se remiten a nuestra esencia más íntima, a la decadencia moral, a la sustitución de la fe religiosa por la adoración del bienestar material y del consumismo. Todas estas explicaciones, sin embargo, plantean a su vez nuevas preguntas complejas y profundas, en vez de proporcionar algún alivio.

Pero más allá de los enfoques teóricos más o menos consistentes con los que se pretenden descifrar nuestra crisis, prevalece en el fondo un problema completamente ignorado: la normalización de la mentira. En nuestro mundo, mentir sobre cualquier asunto, con el fin de lograr un objetivo, se ha convertido en algo tan natural como respirar. Se miente constantemente, a todas horas, por todo y para todo; los políticos, para permanecer en el poder o para acceder a él, para ganar votos o para no perderlos; las élites, para asegurar su posición o, si es posible, mejorarla; y el común, para obtener lo que considera justo o lo que, sin serlo, considera que le corresponde por derecho. 

Las encuestas mienten constantemente en beneficio de los políticos. Lo hacen para que un mal gobierno puede comunicar que, pese a cualquier evidencia, el público es idiota y lo reconoce como bueno. Y lo hacen también para que los que aspiran a gobernar pueden trasladar la idea de que un simple cambio de nombre ha catapultado su intención de voto. Las grandes empresas mienten con desparpajo a través de sus campañas de responsabilidad social asegurando que su verdadera vocación es construir un mundo más igualitario, más verde, más sostenible, más justo cuando el santo y seña de cualquier negocio es el beneficio, y hay que sospechar de las corporaciones que repiten como loros consignas políticas. Las personas corrientes también mienten al enaltecer sin medida sus convicciones y denostar las de los demás, porque, a la hora de la verdad, casi nadie antepone sus principios a la evitación de cualquier perjuicio.

Siguiendo esta dinámica, el presidente del Gobierno afirmaba recientemente que, si descontamos la inflación, el precio de la electricidad no ha subido. Lo que viene a ser lo mismo que decir que, si descontamos los dos últimos años, no somos dos años más viejos. Una mentira más, aunque con vis cómica, de las muchas que se proyectan sobre una sociedad acostumbrada a que la mientan y a mentirse a sí misma, y para la que la mentira y el mentiroso se han convertido en parte del paisaje y del paisanaje, respectivamente. 

En resumen, mentir se ha convertido en un recurso omnipresente, una herramienta imprescindible en la consecución de cualquier logro. Forma parte de la estrategia de numerosas organizaciones políticas y privadas, pero también de demasiados individuos, hasta el punto de que la mentira y el éxito se perciben casi complementarios. Esta afición al engaño ha llegado a ser tan popular que hemos interiorizando que mentir es inevitable y, por consiguiente, que todo el mundo miente. Ya no nos preocupa la mentira sino saber por qué se miente para decidir en qué lado colocarnos. 

Es cierto que la mentira no tiene el mismo alcance si se proyecta desde el poder que si proviene de un particular que busca obtener con ella un pequeño beneficio. En este sentido, tenemos razón al quejarnos de que se nos mienta constantemente, y en denunciar que nuestra desdichada situación es consecuencia de los abusos del poder. Sin embargo, por sí mismo el poder no normaliza la mentira, a lo sumo puede imponerla. La normalización necesita la cooperación de muchos. Por lo tanto, si la mentira se ha institucionalizado, es porque muchos han cooperado. Y lo han hecho con tanto entusiasmo que han convertido el cinismo en la actitud dominante de nuestro tiempo. Solo así se explica que seamos incapaces de ponernos de acuerdo en las verdades más elementales, como, por ejemplo, que subir impuestos en momentos de grave recesión agrava y prolonga las crisis, o que, respecto a la invasión de Ucrania, muchos abominen de los ucranianos excusándose en que no son puros; es decir, que también mienten. 

Este último caso ha llevado la mentira al paroxismo, porque para renunciar a las falsedades que se vierten desde el Kremlin, los partidarios de Rusia exigen a la otra parte una pureza imposible. Ellos no repudian a sus padres o a sus hijos por no ser perfectos, ni dejan de sentir afecto por los suyos, aunque no estén completamente libres de impurezas, sin embargo, niegan la humanidad al resto. Pero, con su afirmación de que «en esta guerra no hay buenos y malos», nos dicen que en la guerra de Ucrania nadie es puro y que, por lo tanto, no hay una causa justa. Si acaso, propaganda. Más aún, nos dan a entender que todo es verdad y todo es mentira al mismo tiempo, saltando del relativismo moral al siguiente estadio: una moral cuántica en la que el gato de Schrödinger se les aparece vivo y muerto simultáneamente, y así pueden escoger según sus preferencias, prescindiendo de la verdad… y de la ética.

Hace ya bastantes años Jean-François Revel escribía que la democracia no puede existir sin una cierta dosis de verdad, que no puede sobrevivir si esa verdad queda por debajo de un umbral mínimo. En su opinión, la democracia, que se basa en la libre determinación de las grandes opciones por la mayoría, «se condena a sí misma a muerte si los ciudadanos que efectúan tales opciones se pronuncian casi todos en la ignorancia de las realidades, la obcecación de una pasión o la ilusión de una impresión pasajera». Y añadía en otra parte que la democracia se suicida si se deja invadir por la mentira, mientras que el totalitarismo lo hace si se deja invadir por la verdad.

Recurro a Revel para señalar que la superación de nuestra angustia, sea material, moral o existencial, no pasa por abundar en la ingeniería social de los últimos tiempos, tampoco por la asunción de un populismo milagroso, mucho menos por alistarse en el extremismo antidemocrático, sino por recuperar ese umbral mínimo de verdad sobre el que Revel nos advertía y que, en algún momento, perdimos por completo. Esta es la mejor receta que se me ocurre para que nuestra crisis no se vuelva crónica. Puede parecer poca cosa, pero no lo es en absoluto.

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