THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Putin y la fuerza de la mentira 

«La gran mayoría de ucranianos lucha por una sociedad más abierta e independiente de Moscú. Y hoy lo siguen haciendo, solos y frente a los tanques»

Opinión
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Putin y la fuerza de la mentira 

Vladimir Putin. | Alexey Nikolsky (AFP)

Mucho han escrito los cronistas, algunos tan equidistantes y románticos como Marina Lewycka, sobre la singularidad de Ucrania, sus centenarios conflictos, sus oligarquías corruptas, su nacionalidad de quita y pon y sus inextricables lazos con Rusia. Visiones económicas, históricas, culturales, humanas, psicológicas y afectivas que, pretendidamente objetivas —eso sí, siempre con Occidente en el papel de villano—, se aferran a una visión en la que todo se explica en clave de atracción natural, como si el grave conflicto entre Ucrania y Rusia fuera una pelea de novios que, a ratos mal avenidos, a ratos embelesados, están condenados a ser uno.

Sin embargo, en el tablero de la geopolítica no hay ningún romanticismo, solo hechos. Lo cierto es que, tras la renuncia de Boris Yeltsin y la consiguiente elección de Vladimir Putin como presidente el 7 de mayo de 2000, la Federación Rusa giró definitivamente hacia el nacionalismo y convirtió el irredentismo en el eje central de su política exterior. Decidido el nuevo rumbo, la siloviki, que dominaba y domina el Kremlin, desempolvó los manuales del antiguo KGB para llevar a cabo operaciones de desinformación, subversión y desestabilización en países extranjeros, muy especialmente en las antiguas repúblicas soviéticas de Georgia y Ucrania.

Así, la provokatsiya con la que Putin ha puesto en marcha esta guerra arranca en 2014, cuando afirma que la rebelión popular contra el presidente de Ucrania Víktor Yanukóvich es un golpe de Estado nazi dirigido y financiado por los Estados Unidos. Mentira que deriva en otra todavía más grosera y reciente: que la actual invasión de Ucrania no es una agresión, sino una misión para «desmilitarizar y desnazificar Ucrania».

Nos lo advirtió Jean-François Revel: la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. Y lamentablemente tenía razón. La mentira domina la política. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Pero el grado de desvergüenza alcanzado por Vladimir Putin es difícil de igualar. Para comprobarlo, basta volver la vista atrás y repasar el devenir de los rocambolescos argumentos esgrimidos por el Kremlin contra la sublevación popular de los ucranianos.

Aunque a España no llegó esta perla, porque aquí importa muy poco la política internacional, la primera consigna propagada desde el Kremlin fue que el afán europeísta ucraniano era producto de una conspiración gay internacional. Fue Dmitry Kiselyov, director de los medios de comunicación estatales rusos, el encargado de adaptar la campaña de Putin contra los derechos de los homosexuales en Rusia y transformarla en un arma contra la integración de Ucrania en Europa. Dicho y hecho. Al poco, el obediente Yanukóvich usó los medios estatales para difundir la especie de que no era posible una cooperación más estrecha con la Unión Europea ya que esta exigía imponer en Ucrania el matrimonio homosexual. Así, cuando estallaron los disturbios, la rebautizada por los opositores como plaza Euromaidan pasó a ser denominada Gay-euromaidan por Moscú. 

Al poco, sin que se les moviera ni un pelo del flequillo, los propagandistas del Kremlin cambiaron el argumento de la revolución gay por el de la Yihad. Por caprichos del destino, fue un periodista de origen afgano y musulmán, Mustafa Nayem, quien catalizó las protestas ciudadanas con sus investigaciones periodísticas y su lucha contra la censura. Lo que le supuso ser elevado por el Kremlin a la categoría de ideólogo y líder de la revolución. Para colmo, a finales de 2013, cuando ya eran centenares de miles los ciudadanos en rebeldía, se sumaron a las protestas grupos de musulmanes del Sur. ¡Y voilà! La conspiración gay mutó a peligrosa Yihad.

No satisfechos con el resultado, Moscú añadiría al cocido desinformativo un ingrediente indispensable: los fascistas. Cuando la rebelión se descontroló y Yanukóvich decidió enviar antidisturbios para disolver mediante el uso de la fuerza a los estudiantes acampados en Maidan, surgieron cientos de «afganos», pero de un tipo muy distinto al de Mustafa Nayem. «Los fascistas» eran los veteranos ucranianos del Ejército Rojo que en 1979 fueron enviados a invadir Afganistán, los cuales acudieron a defender a unos jóvenes a los que no conocían, pero a quienes llamaban «nuestros hijos»: estudiantes que estaban siendo golpeados, detenidos y torturados y que, en no pocas ocasiones, serían hechos desaparecer. Por supuesto, la violencia del régimen de Yanukóvich nunca importó una higa al Kremlin, y poco o nada a la prensa occidental.

Pero esto no era suficiente. El Kremlin necesitaba añadir más conspiraciones y más enemigos imaginarios para que el público se perdiera entre tanta variedad. Así llegamos a la conspiración judía y a la financiación de los Estados Unidos. Según crecieron las protestas y se extendieron a todo el territorio nacional, cada vez más asociaciones civiles sumaron sus esfuerzos y buscaron apoyo internacional (más de 40 de todo el espectro de la sociedad civil), algunas de las cuales estaban integradas por ucranianos judíos. También los había cristianos, de hecho, eran mayoría, pero este sutil matiz complicaba la imprescindible simplicidad de la mentira que el Kremlin difundió: que Ucrania estaba siendo víctima de una conspiración financiada desde Estados Unidos por lobbies judíos.

La guinda de este pastel fue sin duda la consigna del golpe de Estado nazi. Y para refutarla nada mejor que leer la carta abierta de los judíos ucranianos a Vladimir Putin, cuyo párrafo final añado porque es bastante ilustrativo:

«Vladimir Vladimirovich, somos muy capaces de proteger nuestros derechos con el diálogo constructivo y la cooperación entre el Gobierno y la sociedad civil de una Ucrania soberana, democrática y unida. Nosotros le instamos encarecidamente a no desestabilizar la situación de nuestro país y que abandone sus intentos de deslegitimar al nuevo Gobierno de Ucrania».

¿De verdad hemos de creer que ciudadanos ucranianos, pero también de origen ruso, polaco, armenio y bielorruso, así como estudiantes, veteranos de guerra, demócratas de izquierda y derecha, extremistas, moderados, cristianos, musulmanes y judíos pusieron en marcha una revolución gay que, dirigida por un yihadista, tenía como objetivo entregar el poder a un hatajo de nazis para mayor gloria de los Estados Unidos? Putin nos toma por crédulos idiotas, pero todo debería tener un límite, incluso nuestra propia estupidez.

Es cierto que las democracias occidentales corren el peligro de devenir en democracias autoritarias determinadas a imponernos determinados dogmas. Pero esto no debe llevarnos a repudiarlas, sino a pelear por recuperarlas. Necesitamos separar un peligro de otro para confrontarlos simultáneamente. No justificar uno con otro. ¿O es que no somos capaces de caminar y masticar a la vez?

Cualquiera que sea el final de la intervención rusa en Ucrania, sus motivos no son combatir el nazismo. En ese país, ciudadanos de todas las ideologías, religiones y etnias arriesgaron sus vidas para poner fin a un régimen que representaba, en grado superlativo, los abusos e imposiciones que tanto criticamos aquí. Por supuesto que en Ucrania hay corrupción, como lamentablemente la hay en todas partes. Y también hay extremistas, concretamente un 6% de nazis y un 7% de comunistas. Sin embargo, la gran mayoría de ucranianos lucha por una sociedad más abierta e independiente de Moscú. Y hoy lo siguen haciendo, solos y frente a los tanques del tirano. Merecen, pues, una mínima compasión y objetividad de nuestra parte. No que los enterremos bajo argumentos historicistas, que se pasan por el arco del triunfo el derecho internacional, y teorías conspirativas de todo tipo y pelaje. Queramos verlo o no, las tropas rusas que invaden Ucrania están reeditando las páginas más negras de la historia de Europa. Y esto nos obliga a definirnos y, desde luego, plantearnos qué entendemos por fascismo.

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