THE OBJECTIVE
Juan Carlos Laviana

La gran batalla de las plataformas

«¿Por qué conformarse siendo uno de los 1.300 millones de usuarios de Twitter, si puede ser su propietario y dictar él mismo las normas?»

Opinión
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La gran batalla de las plataformas

Elon Musk. | Reuters

Elon Musk no se va a quedar aquí. No se va a conformar con un no por respuesta. Seguirá intentando hacerse con el control de Twitter o cualquier otra poderosa red social. Y si tampoco lo consiguiera, crearía una nueva. Se ha convertido en su gran obsesión, en el nuevo juguete del que se ha encaprichado, el cetro que convertiría al hombre más rico del mundo –ya lo es- en el más poderoso del mundo, que, aunque parecido, no es lo mismo.

Ya fundó una compañía financiera, PayPal; Tesla, líder en la fabricación de componentes y automóviles eléctricos; el tren más innovador del mundo, el Hyperloop; una empresa aeroespacial capaz de competir con la mismísima NASA, cuyos satélites de comunicaciones Starlink, acaban de convertirse en un instrumento esencial en el conflicto de Ucrania. 

Hasta ahora el frente que le faltaba, los medios de comunicación, lo tenía resuelto a través de Twitter, con sus 82,3 millones de seguidores. Pero se le ha quedado pequeño. No le gustan las reglas restrictivas de la red social y quiere cambiarlas. ¿Por qué conformarse siendo uno de los 1.300 millones de usuarios, si puede ser su propietario y dictar él mismo las normas?

No se trata de un negocio. No es cuestión de ser más rico de lo que es. Se trata de conseguir el más fantástico de los juguetes, un medio de comunicación, que le permita llegar a ser lo que decía el obituario de Charles Foster Kane: «Para cuarenta y cuatro millones de personas [una minucia comparado con Twitter] resultaba más interesante el propio nombre de Kane que las noticias de sus periódicos, fue el hombre más osado de esta o de cualquier generación.»  ¿Recuerdan?  Un hombre capaz de poner y quitar presidentes, de declarar guerras o zanjarlas.

Se dirá que este tipo de magnates los ha habido en todas las épocas. De esos, que como Kane –parecen palabras de propio Musk- son capaces de proclamar alegremente: «Yo no sé dirigir periódicos, yo hago lo que se me ocurre.»

Elon Musk nunca ha ocultado sus intenciones con Twitter. Recurriendo a la tan manoseada bandera de la libertad de expresión, ha anunciado que su propósito es acabar con los filtros impuestos a los discursos de odio por los actuales propietarios de la red social. En sus propias palabras, «desbloquear sus extraordinarias capacidades.»

«He invertido en Twitter –ha explicado a los accionistas con un tono altruista-, porque creo en su potencial para ser la plataforma de la libertad de expresión alrededor del mundo y creo que la libertad de expresión es el imperativo social para una democracia que funcione». 

Musk, al igual que muchos usuarios, ha censurado muy duramente las políticas de moderación de contenidos destinadas a contener la expansión del discurso del odio, las campañas  de desinformación e incluso las maniobras para influir en procesos electorales.  Inevitablemente, sus argumentos recuerdan a los del ex presidente Donald Trump, a quien Twitter intentó demostrar quién mandaba: le cerró la cuenta.

Los primeros que han manifestado su temor han sido los propios trabajadores de la red social.  Consideran que la llegada del magnate a la plataforma sería  una puerta abierta a no ya a normas más relajadas, sino a la ausencia total de ellas. Y, con toda probabilidad, la primera medida sería la vuelta de Donald Trump y sus incendiarios discursos.

La opa hostil de Musk ha puesto de manifiesto que los actuales propietarios –un jeque árabe o poco transparentes fondos de inversión- no son precisamente unos paladines de la libertad de expresión, así como la falta de regulación y múltiples vacíos legales, que permitirían todo tipo de abusos dañinos para el derecho a la libre información.

No sabemos si Musk conseguirá sus propósitos, ni siquiera si con él al frente habría más libertad o menos que ahora, pero sí sabemos ya que la gran batalla de la libertad de expresión se librará en las plataformas.

No es de extrañar que hace solo unos días la dirección del New York Times reaccionara con una serie de memorandos encaminados a reducir la influencia de Twitter en su redacción. Dean Baquet, director ejecutivo, lo resumió así en el mensaje a sus redactores: «Tuitee menos, tuitee con más atención y dedique más tiempo a informar». Y lo aclaraba en unas declaraciones aparecidas en Nieman Lab: «Creo que si se echa un vistazo a la labor de algunos periodistas en The New York Times y en otros lugares, comprueba con qué frecuencia tuitean, qué tuitean, la importancia de lo que tuitean, cuánto tiempo dedican tuitear, uno debe preguntarse a sí mismo si de verdad su función es descubrir hechos importantes y contárselos al mundo». Esas son las preguntas que se deberían estar planteando en todas las redacciones antes de que sea demasiado tarde.

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