De guerras y soldados culturales
«Las masas de graduados frustrados que salen de las facultades de ciencias sociales siempre pueden optar por participar como soldadesca de guerras culturales»
Guerra cultural es, sin duda, uno de los términos de moda del tiempo populista que nos ha tocado vivir. Desde hace unos años, tampoco sabría precisar cuántos, el mundo intelectual que tiene la pretensión de incidir en la política de una forma más o menos directa, se afana en construir hegemonías en torno a valores, discursos y eslóganes que logren polarizar a la población para fijar las preferencias electorales. El fenómeno, me parece, no es nuevo y obedece, en gran medida, a la posición material que ocupa la inteligencia en la sociedad en la que trata de tener influencia.
Mientras contemplaba la batalla estética que durante la Semana Santa el conservadurismo ha planteado en torno al fenómeno religioso en las redes sociales, volvía al libro clásico de Fritz Ringer sobre el ocaso de los mandarines académicos alemanes en el contexto de la República de Weimar. El mandarinato académico alemán -expresión acuñada por Max Weber- fue especialmente relevante durante el siglo XIX: la construcción del imperio guillermino implicó un pacto entre la monarquía y una clase universitaria que, a cambio de privilegios funcionariales y sociales, no solo no puso en cuestión las bases de la legitimidad de un sistema constitucional excluyente, sino que contribuyó a su reforzamiento desde el plano cultural.
La llegada de Weimar, la incorporación de las masas a los parlamentos y el desplazamiento de los mandarines de los centros de poder por lo que se entendían clases inferiores, propició discursos en los que se ponía en cuestión el proceso de civilización en un sentido democrático. Por supuesto, Ringer, con razón, está lejos de atribuir a los docentes de la gran universidad alemana la responsabilidad de la llegada al poder del nazismo: el nacionalsocialismo fue un fenómeno que bebió de diversas fuentes y fuerzas, como fue el caso del anhelo autoritario frente a la complejidad reinante, la crisis económica permanente y la ruptura del sentido del tiempo histórico. En cualquier caso, ahí quedaron hasta nuestros días aportaciones pretendidamente científicas como el vitalismo, el racismo o el darwinismo social.
Tras la II Guerra Mundial, Jean-Claude Milner apunta que el Estado del bienestar tuvo el mérito de haber dado una salida no tanto a los restos de la aristocracia intelectual, como cuanto a los herederos de la antigua burguesía propietaria y comercial que son integrados políticamente a través de los «salarios sociales»: la administración y en particular la universidad ya no permitieron un mandarinato cultural con incidencia directa en el poder -para eso estaban la burocracia y la tecnocracia- pero al menos sí suavizaron el conflicto que pudiera surgir de las entrañas del mundo intelectual. Recuérdese que buena parte de los héroes de mayo del 68 y de las revoluciones ideológicas frustradas en Europa -en gran medida de izquierdas- terminaron de catedráticos en la universidad. Un proceso inverso al ocurrido en Latinoamérica, donde de las letras se pasaron a las armas.
Como se sabe, el esfuerzo financiero del Estado del bienestar fue decayendo con la crisis fiscal del capitalismo tardío. La pérdida de empleos y sobresueldos públicos de calidad que satisficieran los anhelos reputacionales y económicos coincide con planes de estudios universitarios completamente desconectados de la realidad laboral. En España es especialmente patente la existencia de una poblada élite cognitiva a la que alternativamente el mercado no ha podido incorporar porque desde comienzos de la década de 2000 hay mucha más oferta que demanda. Las masas de graduados frustrados que salen de las facultades de ciencias sociales anualmente, ante la ausencia de oportunidades laborales, siempre pueden optar por participar como soldadesca de guerras culturales que primero se hacen en las redes y, como mal menor, viendo lo ocurrido en Ucrania, después se llevan al plano partidista e institucional.
Estoy sugiriendo, en cierto sentido, que tenemos un mapa de titulaciones universitarias bastante irracional, que no ha tenido en cuenta que es necesario un cierto equilibrio entre la producción de inteligencia y su debida canalización en el Estado o en el mercado, al margen de la calidad que tenga aquella. La pérdida de ese equilibrio, que no se cuestiona porque la educación superior es un Titanic que nadie aspira a reformar, explica el feroz activismo ideológico que puede observarse en el plano educativo, periodístico o artístico y que está arruinando la independencia de criterio, los consensos culturales y los estándares profesionales mínimos que dan estabilidad a cualquier democracia. Y es que ningún soldado da la batalla sin la correspondiente recompensa salarial, por pequeña que esta sea.