Trampantojos (en el Thyssen)
«Tiene su lógica que una exposición sobre el engaño ocular y la sustitución de la realidad sea la más visitada de la temporada»
En casa del mayor de mis hermanos hay una tabla pintada que es un trampantojo, sección bodegón floral en plena naturaleza. En él se ve un ramo muy barroco, pintado con la precisión del miniaturista y a sus pies un nido con varios huevos azulones, y entre los tallos y las hierbas, hormigas, abejorros, avispas y alguna que otra oruga. Es una pintura menor que me hace mucha gracia y que a mi hermano –que murió en septiembre pasado– le encantaba. La había pintado uno de nuestros tíos abuelos, que fue catedrático de dibujo en un instituto, siempre vestía traje de tres piezas y era un pintor de refinado talento. Su fallo, que fue su acierto, fue no ejercer de artista –no ir por la vida de artista– sino de buen burgués con sensibilidad artística. Ahora, cuando miro esa tabla pintada por él, hay días en los que veo la mirada de mi hermano contemplándola, lo que no deja de ser otra trampa del ojo; en este caso, de la memoria imaginativa del ojo porque sé que ese cuadro le gustaba pero nunca lo vi observándolo en vida; lo hacía a solas, que es cuando más se disfruta nuestra relación con el arte, menor o no.
Pero hay más, para que vean que un trampantojo no solo favorece el engaño. Cuando vi por vez primera esa tabla pintada, pensé en los trampantojos que pintaba Charles Ryder en los jardines de Brideshead y en que la relación entre pintura y memoria era el arranque de una de las mejores novelas de Evelyn Waugh (que la despreciaba un poco debido al gran éxito que tuvo y que él acabó viviendo como un peso oscuro que ocultaba sus otros libros). Y me acordé también, cómo no, de las láminas que había visto de Arcimboldo y en cómo imaginaba sus personajes hechos de animales, hortalizas, frutas, flores o peces como algunos personajes de los cuentos de hadas europeos que mi madre me leía cuando caía enfermo, que solía ser en la antesala de la primavera, siempre acompañada por la gripe.
Así que hace pocas semanas, de paso por Madrid, me encaminé a ver la exposición Hiperreal, el arte del trampantojo al Museo Thyssen, pensando que no habría casi nadie y podría verla con las salas semivacías. Visionario que es uno. Llegué sobre las diez y media y hasta las dos menos cuarto no podían entrar los de mi turno. Por supuesto desistí: tenía otras cosas que hacer. Entonces empecé a construir una teoría –me gustan las teorías– sobre el éxito de la exposición: si vivimos en el imperio de lo falso –de lo fake– y en el éxito de la gran sustitución de la posmodernidad (Renaud Camus) –la literatura por el periodismo, el periodismo por las redes sociales, el arte por la política, la cultura por la información, lo real por lo falso…– tiene su lógica que la gente decore sus casas con impostadas antigüedades chinas y máscaras africanas envejecidas con la tierra de la ribera de un río. Pero también la tiene que una exposición sobre el engaño ocular y la sustitución de la realidad por su representación sea la más visitada de la temporada. Mi teoría era fruto del incordio por no poderla visitar, pero cenando horas después con Sergio Vila-Sanjuan, me desmintió diciendo que la había visto esa misma mañana y que era una bonita exposición, muy bien organizada además. ¡Maldición! Debía regresar para verla.
Lo hice hace tres días, también de paso por Madrid y gracias a una amiga, sin tener que hacer cola ni esperar endiablados turnos horarios. Fue un regalo estupendo porque en esa exposición hay algunas obras maravillosas: los bodegones de la primera sala, un San Marcos excepcional, el arcimboldo de animales del bosque, el escaparate del vendedor de estampas y tantos otros que están entre el gabinete del coleccionista y el mapa biográfico de un pre-Cornell del arte universal. Un arte menor que acompaña e ilustra y distrae como lo hace la tabla que hay en casa de Juan, el mayor de mis hermanos. Para acabar he de decir que siempre recordaré el marco ovalado en verde que se asoma sobre el vacío blanquecino, de un pintor francés de principios del XX cuyo nombre no retuve, como siempre recordaré el pequeño autorretrato en un espejo ovalado, de Lucian Freud, que también pude ver, hace bastantes años, en el Museo Thyssen de Madrid. Aunque solo fuera por ese cuadro de un verde precioso expuesto en El arte del trampantojo, al salir a la calle pensé en la expresión empleada por Vila-Matas –perder teorías– y tuve que arrojar la mía de hace pocas semanas a la papelera.