THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

Kurt Vonnegut, el bombardeo de Dresde y la historia de una amistad

«Vonnegut era el menor de tres hermanos, y ser el pequeño le obligó a ser gracioso para obtener la atención»

Opinión
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Kurt Vonnegut, el bombardeo de Dresde y la historia de una amistad

El escritor Kurt Vonnegut. | Wikimedia Commons

A los pocos minutos de Kurt Vonnegut: a través del tiempo, la narración se corta, y aparece un dedo sobre un ratón de ordenador –diría que es un magic mouse–. Lo maneja Robert H. Weide, documentalista y director de Curb your enthusiasm, también autor (junto a Don Argott) de la película sobre Vonnegut en la que empezó a trabajar hace casi 40 años. Esa circunstancia, que atraviesa la película, le fuerza a aparecer en el documental en contra de su criterio habitual: dice que no le gustan las películas en las que aparece el director, pero siente que debe una explicación sobre la dilatación del proceso. La respuesta no queda clara, de hecho se dan varias razones para esa prolongación: la última, y más poderosa, que acabar la película le obliga a despedirse definitivamente del que fuera su amigo y protagonista del documental: Kurt Vonnegut (1922 – 2007). 

Kurt Vonnegut: a través del tiempo es al mismo tiempo una película sobre el escritor y el relato de una amistad. Vonnegut era el menor de tres hermanos, según él, ser el pequeño le obligó a ser gracioso para obtener la atención. Conservó con sus dos hermanos una muy buena relación, pero tenía una complicidad especial con su hermana, la persona para quien creía escribir, su interlocutora ideal. Acogió a los cuatro hijos de ella cuando quedaron huérfanos al morir la hermana y su marido con días de diferencia. Kurt Vonnegut y su mujer, Jane Mary Cox, criaron a esos cuatro muchachos además de a sus tres hijos. Todos aparecen en el documental hablando de Kurt y su humor, tan cambiante como un día de abril. Si había escrito, estaba feliz y con ganas de bailar. Pero podía salir de la caseta en la que escribía gritando que se callaran o estar un día sin hablar. 

No fueron años fáciles: Vonnegut pasó por varios trabajos que se sentía incapaz de mantener. Se puso a escribir cuentos y a enviarlos a revistas, Jane escribía a los editores con tesón y animaba a su marido a perseverar: confiaba en su talento. Por entonces, la escritura de novelas no le resultaba rentable: el adelanto no compensaba el tiempo que requería ni cubría los gastos de ese tiempo; los cuentos, en cambio, le daban dinero y le llevaban dos semanas de trabajo. Pero con la llegada de la televisión, la popularidad de las revistas literarias cayó y entonces Vonnegut se lanzó a las novelas. Creó un alter ego, el superfracasado Kilgore Trout, escritor de novelas de ciencia ficción de libro de quiosco, a semejanza de lo que temía acabar siendo. En su caso funcionó como un antídoto de la profecía autocumplida. La indiferencia con que eran recibidas sus novelas le animó a correr riesgos. 23 años después del bombardeo de Dresde, donde estuvo, capturado en un matadero de cerdos, escribió la novela que tanto tiempo llevó dentro: Matadero 5, su famoso libro de Dresde. La ciudad, que era la primera que veía además de Indianápolis, Indiana, quedó arrasada. Él fue de los supervivientes, y cuando lo liberaron tuvo que enterrar los cadáveres apilados de la población civil: desgraciadamente, esas imágenes del pasado parecen del presente. La risa de Vonnegut, que suena en el documental sin parar, es una máscara que oculta una tristeza profunda. Como ha escrito Bárbara Mingo, no hay sorpresas en eso: «Pero cómo va a extrañar la tristeza de Vonnegut. Lo que sorprende siempre es su vigor, la vitalidad que hay en sus libros y su amor y su curiosidad por los demás». Con Matadero 5, Vonnegut obtuvo éxito, fama y reconocimiento. Dejó a su mujer y a su familia (la debilidad lo hace humano) y se convirtió en una figura popular de la cultura estadounidense. Con ese bigote a lo Mark Twain se ganó el afecto de todos. Su ingenio y su sentido del humor son una muestra de su inteligencia y su profunda sensibilidad. No extraña tampoco que a Robert H. Weide le costara tanto despedirse de él.

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