La perspectiva del tiempo
«Algunas noches de insomnio, en vez de contar ovejas, cuentas amigos muertos»
Se habla mucho de la perspectiva de género, esas diferentes maneras de ver el mundo según te llames Juan, Juana o Juane, pero hay otra, aún más versátil y definitiva: la perspectiva del tiempo ―eso que pasa sin darte cuenta― que es lo que produce más cambios en la vida de una persona y lo que más la condiciona, por no decir lo único. El florilegio aforístico sobre el tiempo es muy abundante, pero yo me quedo con dos grandes hallazgos; uno de Quevedo que pone en boca de una cumpleañera: «Aún no he entrado en dieciocho, en trece estoy, ayer nací, miente el tiempo», y otro de Proust: «El tiempo, el tiempo es lo que nos devora».
De niño, el mundo te parece ancho y ajeno, por eso te dan miedo las tormentas, las casas y las habitaciones grandes, llenas de rincones sombríos, así como las personas muy altas (el gigante es el principal enemigo de ese enano que es el niño; y quien protagoniza todos tus terrores nocturnos). Conforme creces, vas abriendo puertas y ventanas y de joven adulto el mundo se te queda pequeño y la gente bajita. Nunca paras en casa si puedes y si no te gusta lo que ves te zafas de la realidad y te imaginas un mundo alternativo para sobrevivir. Este rechazo está en el origen de muchas vocaciones creativas.
De adulto, mientras te preparas para ser alguien de provecho, sufres una regresión importante y tus límites retroceden. Te vuelcas en los días libres y las vacaciones de verano para transgredir, aunque sea por poco tiempo, las leyes de la tribu a la que te reintegrarás en septiembre. Cuando por fin hayas sentado cabeza (la alternativa es convertirte en un parásito y un amargado o convivir para siempre con tus padres), formarás tu propia familia y volverán a restringirse tus fronteras. Te adaptarás, lo quieras o no, y te convertirás en tu propio carcelero y en el de tus hijos. Cárcel de la que esporádicamente te haces la ilusión de escapar si te lo permiten tu trabajo y tu profesión, o esa imaginación desenfrenada a la que nunca has renunciado.
Así ―sin darte cuenta― pasan los años en una sucesión de cumpleaños, bodas, bautizos y funerales. Es una fase esa tan lenta, tan repetitiva, que crees que se ha congelado el tiempo y siempre seguirás en esa beatífica tesitura. Ese tiempo, en el espacio confinado, se eterniza. Los indicios de que es eterno sólo los ves en los demás, tus hijos son los que crecen, tus amigos los que envejecen. Tú sigues durante muchos años indiferente a su paso a pesar de las evidencias. Porque, en realidad, ¿quién se mueve? ¿el espacio o el tiempo? ¿Eres tú o esa cinta continua que es la vida y que te lleva tiempo a través? Pero eso no es verdad, recuérdalo, el tiempo miente…
De pronto, sucede algo. El sistema te ha excluido de la vida activa, porque te toca. Se supone que ahora tienes todo el tiempo del mundo para hacer lo que te dé la gana y te llenas de proyectos irrealizables. Quieres centrarte en tu actividad creativa no venal, tan postergada, pero no es tan fácil como lo recordabas cuando vivías con pasión, cotizabas y eras alguien. Ahora, sales a pasear porque ya tienes tiempo y descubres que algo os ha pasado a ti y a esa ciudad que atravesabas siempre en coche. De pronto, se ha llenado de obstáculos que antes, en la flor de tus pecados, ni siquiera veías. Te preguntas si te has hecho viejo, pero no lo aceptas a la primera de cambio. Sin embargo, tus cómplices han muerto o han descubierto lo que tú acabas de descubrir y ya no salen. Todavía te invitan a cócteles y presentaciones de libros, pero no quieres ir porque ya no conoces a nadie. Te pasa con esos eventos lo que le pasaba a Borges con las novelas, que no las leía porque estaban llenas de personas a las que no quería conocer.
De pronto, no te hace tanta gracia escaparte, viajar es un calvario, ir en metro o en autobús es una operación de alto riesgo. Vas más veces al médico que al cine. El ruido vuelve a molestarte tanto o más que en tu infancia y no soportas las aglomeraciones. Hasta descubres rincones de la casa y trasteros en los que ahora pasas tus horas. Te has hecho más interior, más triste, pero paradójicamente más tranquilo. A veces lloras cuando oyes música o ves fotos antiguas y en esa elección que según dicen hacemos todos entre volverse a Dios o a la naturaleza prefieres lo primero porque es más complicado, aunque menos cansado. También vale la filosofía, todo menos enterarte de lo que pasa fuera. Por eso no escuchas la radio ni ves la televisión y apenas lees los periódicos.
Algunas noches de insomnio, en vez de contar ovejas, cuentas amigos muertos. Empiezas cronológicamente, pero la cosa se complica. Te entretienes entonces en clasificarlos por géneros, profesiones, relaciones familiares o de trabajo. No es fácil, porque en muchos casos se solapan. Eso no te calma en absoluto. ¡Cuántas complicaciones te dan incluso muertos! ¡Cuántos dolores de cabeza!, ¡cuántos remordimientos, cuánto espanto! En las fiestas familiares, en la que ya eres el decano, agradeces ser invisible y que ninguno de tus hijos, nietos y sobrinos, y menos tu familia política, se hayan dado cuenta de que te has ido sin despedirte. Entonces, decides que no asistirás a más fiestas y notas que eso que antes te parecía imposible ya no te produce mala conciencia, al contrario, te alivia. Más tiempo para leer y escribir, más tiempo para fingir que eres otro, sin rendir cuentas a nadie, que es lo que siempre te ha gustado.
En casa, miras con agradecimiento tus libros, «si no siempre leídos siempre abiertos» (otra vez Quevedo), tus papeles ya completamente inservibles, rememoras amores y amigos, lugares y países en los que fuiste feliz o desgraciado, corres un piadoso velo sobre tu infancia, contemplas con cariño los libros que has escrito y traducido ―esos hijos mudos que nunca te reprocharán nada― los suficientes y gratificantes premios y honores que has recibido, condenados como tú al olvido. Sólo cuando sientas que no te importa que desaparezcan contigo, y aceptes que tus allegados pueden vivir sin ti, entenderás que estás preparado para recibir a «la señora Aquella, la que transforma todo nombre en pretérito decorado por las lágrimas», como versificó Gastón Baquero. Habrás cumplido y a partir de ese momento podrás encomendarte a Dios, o al diablo.