Imperio bizantino
«Al frente de Rusia, un país que se considera heredero del Imperio bizantino, no puede haber un amable y cercano líder democrático»
Hace poco más de una década, vientos de cambio recorrían Rusia. No se trataba de un vendaval, sino de una brisa suave, apenas reconocible. La brisa que emanaba, como suele suceder con las grandes transformaciones rusas, desde arriba: desde el Kremlin.
A sus cuarenta y pocos años, el presidente, Dmitry Medvedev, quería encarnar la nueva Rusia. Es verdad que le faltaba carisma y que Vladímir Putin, mudado al puesto de primer ministro, lo había elegido a dedo. Nadie sabía cuál era su grado real de autonomía, pero Medvedev se esforzaba en mostrar un perfil moderno y accesible.
El líder ruso colgaba mensajes desenfadados en las redes sociales, donde salía recogiendo setas en un bosque o practicando su pasatiempo favorito: la fotografía.
A lo largo de su mandato, Medvedev aprobó una reforma judicial, impulsó la transparencia burocrática y fundó el Centro de Innovación de Skolkovo, apodado el ‘Silicon Valley ruso’, la punta de lanza de su programa de modernización. Las clases medias urbanas empezaron a verse reflejadas en él, y Medvedev se entusiasmó: comenzó a soñar con repetir mandato e incluso creó su propio partido político.
Pero, un día, Dmitry Medvedev cometió en error.
En marzo de 2011, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas votó penalizar al régimen de Gadafi por violar los derechos humanos en plena revolución libia. La delegación rusa, por orden de Medvedev y pese a las protestas de su Ministerio de Exteriores, en lugar de vetar dicha condena, se abstuvo.
Poco después, esa penalización acabó resultando en el bombardeo de Libia.
En otras palabras: Rusia había allanado el camino para que la OTAN bombardease a uno de sus aliados.
El primer ministro, Vladímir Putin, invitó a Medvedev a ir a pescar. En una de las conversaciones que mantuvieron esos tres días que pasaron juntos, según reconstruye Mijaíl Zygar, periodista y biógrafo al que he citado otras veces por sus excelentes fuentes, Putin le habló con franqueza a su delfín.
«La situación global es compleja, Dima», habría dicho Putin a Medvedev. «Podrías acabar perdiendo Rusia».
Así fue como se despejó la incógnita. Vladímir Putin volvería a ser presidente.
Los primeros meses de su tercer mandato fueron frenéticos. La Duma no daba abasto con sus dos principales objetivos: uno, deshacer todas las reformas aperturistas implementadas por Medvedev, y dos, restringir las libertades políticas.
Uno puede intuir que el problema es Vladímir Putin. Que su deseo de poder y sus tendencias mesiánicas se entrometieron en la sana evolución de Rusia, un país que también tiene sus amplias élites cosmopolitas, sensibles y cultivadas, y unas clases medias y populares que merecen algo distinto.
Otra forma de verlo, sin embargo, es que ningún inquilino del Kremlin tiene alternativa.
Como apuntó el historiador Niall Ferguson, Rusia no es un estado-nación, sino un estado-imperio. Lo que se derrumbó en 1991 solo fueron los contornos de ese imperio, su periferia. El núcleo sigue casi intacto desde hace más de 300 años.
Al frente de un país que se considera heredero del Imperio bizantino, donde el poder político y religioso se confunden y el gobierno se ejerce desde una fortaleza, no puede haber un amable y cercano líder democrático: de esos que sonríen y besan a bebés frente a las cámaras.
El líder ruso ha de ser un emperador, o Rusia, como dijo Putin, «se perdería».
Quizás solo sea orientalismo, pseudohistoria, determinismo espúreo. Pero esa es la visión de quien manda en el Kremlin.
Otra escena de Putin, esta reconstruida por Ben Judah, lo presenta una noche de verano, relajándose con sus camaradas en Novo-Ogaryovo. ¿Quiénes son los mayores traidores de Rusia?, les habría preguntado. Sin esperar respuesta, Putin contestó: Nicolás II y Mijaíl Gorbachov.
Aquellos que perdieron las riendas del imperio.