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Diogo Noivo

La paz vacía

«Han convertido la palabra ‘paz’ un significante vacío puesto al servicio de la agresión»

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La paz vacía

El exvicepresidente del Gobierno y exlíder de Podemos, Pablo Iglesias. | Europa Press

El escritor António Botto paseaba por el casco antiguo de Lisboa del brazo de un marino, un jovencísimo Adonis que justo había desembarcado en la capital portuguesa, cuando, a punto de llegar a su casa, se cruzó con Fernando Pessoa. Creo no haber registro fidedigno de lo ocurrido, pero consta que Pessoa se sobresaltó al ver la pareja y dijo algo como «Botto, ¡Por Dios! Hoy es viernes santo». Desde una cordura escultórica, Botto lo sosegó: «Tranquilo, Fernando. Marino cuenta como pescado».

Probablemente apócrifa, aunque correspondiente a la proclividad de Botto para el escándalo bien humorado, la anécdota pone en evidencia que todo es defendible cuando a una actitud serena se le añade un módico de descaro. El recién publicado manifiesto por la paz en Ucrania constituye una especie de actualización política de esta historieta. 

Pablo Iglesias, Ione Belarra, Jeremy Corbyn, Noam Chomsky, Rafael Correa, Yanis Varoufakis, Boaventura Sousa Santos (académico portugués cuyo acceso a fondos públicos nacionales y europeos le permite erigirse en faro intelectual de los revolucionarios de Latinoamérica) y demás suscriptores apelaron a la paz, locución de evidente sensatez en cualquier circunstancia, por mayoría de razón cuando la destrucción de proporciones bíblicas y el asesinato de civiles son sucesos cotidianos.

Menos comedido fue el descaro: en su pedido de paz se les olvidó mentar a Putin. Pero se dicen alarmados. El «riesgo de aniquilación nuclear» que identifican se postula en términos tan generales y abstractos que el lector menos atento sospechará que Ucrania dispone de capacidad de destrucción masiva. Quizás por eso la conversión de Ucrania en «país neutral» se presente como la mejor solución para el problema. Nada ambigua es la forma como instan a gobiernos y medios de comunicación a renunciar a «todo lenguaje beligerante» porque, como se sabe, todo es político, y el lenguaje crea realidades, donde frenar las palabras de ánimo a la resistencia será tan o más importante que la retirada de los tanques rusos. 

En un mundo basado en principios democráticos, son tres los puntos cardinales de la realidad de los hechos. Primero, hay un invasor y un invadido. Segundo, el invadido no ha provocado la invasión. Por último, el invasor tiene pruebas dadas de expansionismo – digo expansionismo porque ‘imperialismo’ parece ser un término reservado a países occidentales –, postura abonada en las doctrinas militares y de política exterior de Rusia desde hace años. Es sintomático que estos puntos apenas hayan merecido la atención del manifiesto.

Además de las omisiones, el texto exhala paternalismo, pues como bien señaló Daniel Gascón en El País, parece que tener agencia es un exclusivo de Occidente, mientras que los demás están obligados a reaccionar. Lógica que en sí misma representa una forma de imperialismo intelectual, añado yo.

Quienes ven a la OTAN y a Washington como criaturas amenazantes ojeando debajo de todas las camas suelen preguntar a quién sirve la guerra, un expediente retórico cuya conclusión es – al menos eso creen – señalar el rufar de los tambores que se escucha del otro lado del Atlántico y las ganancias obtenidas por un oscuro complejo industrial-militar. Hagamos la misma pregunta sustituyendo guerra por paz: ¿A quién sirve la paz?  Con Ucrania invadida y muchas de sus ciudades reducidas a polvo como resultado directo del expansionismo de Moscú, la paz sirve al invasor. Es más, será un simple paréntesis entre agresiones. Equivale a la sumisión del invadido. Nada de nuevo: Guerra es paz, libertad es esclavitud, ignorancia es fuerza, ya lo explicó Orwell.

Si no conociéramos las inclinaciones políticas de los suscriptores, el manifiesto podría pasar por una expresión pueril de pensamiento mágico: queremos la paz, luego es mejor no hablar de la guerra. Pero las conocemos. Véase una de las últimas tiradas de Varoufakis: cuando los talibanes se hacían con el control de Kabul tras la retirada de las tropas estadunidenses, y cualquier persona decente temía la cascada de violencia medieval que se abatiría sobre los afganos, en especial sobre las mujeres, Varoufakis prefirió dar bombo a la derrota del imperialismo liberal-neoconservador materializado en el repliegue militar. Ya las mujeres afganas solo merecieron un «hang in there, sisters» (coraje, hermanas). El ejemplo acabado de una obstinación ideológica que menosprecia el sufrimiento humano en aras de ensalzar la supuesta derrota de EEUU. Un mundo mental retorcido que jamás encontrará su norte.

Y es aquí donde los firmantes del manifiesto de alejan de António Botto. El descaro del escritor se destinaba a amparar el ejercicio de una libertad individual; el atrevimiento del manifiesto hace de la palabra «paz» un significante vacío puesto al servicio de la agresión. Además, el pescado de Botto no sufría de cualquier ambigüedad: iba a lo que iba y lo asumía.

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