Incitación al viaje
«En los Balcanes, todos los países, cuando se miran a sí mismos, se ven amputados por la ambición de sus vecinos»
Un 17 de mayo de hace ya unos cuantos años, mi mujer y yo nos echamos la mochila a la espalda, nos calzamos las botas de montaña y nos fuimos a Bulgaria, a cazar melodías. Nuestra hija nos llevó al aeropuerto muy de madrugada y nos despidió con las mismas palabras que solíamos decirle a ella cuando se iba de viaje: «Pórtate bien y no hagas locuras». No pretendíamos hacer locuras. Simplemente nos apetecía salir a la intemperie de los caminos y mostrarnos a nosotros mismos que no teníamos jubilado el espíritu de aventura.
Nuestra primera meta era Estambul. El viaje se iniciaba, emotivamente al menos, en un barrio que las guías turísticas aconsejan no visitar, el de Blanquerna. Tenía que iniciarse allí porque en el puerto de Blanquerna desembarcó Roger de Flor con sus almogávares cuando llegó a Constantinopla, en el otoño del año 1303, para ponerse a las órdenes del emperador Andrónico. Llevaba 36 velas, 1.500 hombres a caballo, 4.000 almogávares y unos mil «hombres de mar de sueldo»… más mujeres e hijos. Andrónico lo recibió con los brazos abiertos y le autorizó a lucir las enseñas de Aragón, porque «las tenían por invencibles». Todo parecía prometedor, pero el cronista bizantino Jorge Paquímeres valora retrospectivamente la llegada de Roger de Flor de esta manera: «Ojalá no se hubiese producido».
El 19, recorrimos en autobús, por la antiquísima via militaris, los doscientos quilómetros que separan Estambul de Edirne, atravesando una tierra habitada por espíritus muy viejos de guerreros tracios, griegos, persas, romanos, búlgaros, turcos… por filósofos, héroes, dioses, bacantes… Por aquí descendió Mehmed II con su ejército hacia Constantinopla y, mientras se acercaba, el último emperador bizantino, Constantino XI, que morirá aplastado por la muchedumbre tras romperse las defensas de la muralla de Blanquerna, discutía con sus teólogos si la luz de la transfiguración de Cristo en el monte Tabor era de naturaleza material o inmaterial.
¿Cuántos muertos pueden provocar las batallas que no queremos librar?
Nada más dejar las mochilas en el hotel nos dirigimos a los restos del castillo en que el alano Girgón acabó con la vida de Roger de Flor. Habían sido aliados, pero en un enfrentamiento insensato provocado por la soberbia de los aragoneses, murió el hijo de Girgon, que juró vengarse.
Para los cronistas griegos, Roger de Flor, al que califican de «injusto e insolente, pero ardiente e intrépido», se mereció su final. Paquímeres asegura que murió en la puerta de las habitaciones de la mujer de Miguel, hijo de Andrónico: «En el lindar mismo de la puerta, Girgon le clavó la espada en los riñones como si quisiera encontrar allí la sangre injustamente vertida de su hijo». El relato de Moncada es distinto: «Estando comiendo con el emperador Miguel […], entraron en la pieza donde se comía, Girgon, alano; Meleco, turcople, con muchos de los suyos, y Gregorio. El primero cerró con Roger, y después de muchas heridas, con ayuda de los suyos le cortó la cabeza y quedó el cuerpo despedazado entre las viandas y la mesa del Príncipe».
Los almogávares, al mando ahora de Berenguer de Entenza, pasaron rabiosamente al contraataque, creyéndose moralmente autorizados para una venganza sin límites. Los dominios del emperador se convirtieron para ellos en tierras de pillaje. Según Paquímeres, no perdonaron ni edad ni sexo y empalaron hasta a los niños. Girgon, atemorizado, corrió a refugiarse al otro lado de la cordillera balcánica.
El atardecer nos pilló cenando en la terraza de un restaurante popular sobre el río Evros, envueltos por las canciones populares de una boda cercana. Por aquellas aguas bajó -dicen- la cantarina cabeza de Orfeo, desmembrado por las mujeres tracias, y por aquellas tierras está enterrada la cabeza de Roger de Flor.
«En los Balcanes –nos dirá al finalizar el viaje un amigo búlgaro-. Todos los países, cuando se miran a sí mismos, se ven amputados por la ambición de sus vecinos. Todos».
El día 20 de mayo pisamos tierra búlgara con el propósito era remontar a pie la corriente del río Tundja, en etapas de unos 30 quilómetros, hasta alcanzar el monasterio de Shipka. Por el camino intentaríamos localizar el lugar exacto en el que los almogávares dieron caza a Girgon y a los suyos.
Aquella noche nos invitó a cenar un singular personaje, español, que se alojaba en el mismo hotel que nosotros, en las cercanías de Granitovo. Cuando bajamos al restaurante, nos estaba esperando en la terraza, junto a un hombre más joven que después supimos que había sido miembro de las fuerzas especiales búlgaras. Prefiero no dar detalles de ninguno. Baste decir que nos contaron cosas que de ninguna manera queríamos oír. El español se dedicaba a negociar -tampoco diré el qué- y si su interlocutor tenía la cabeza dura, su acompañante se la ablandaba. Al despedirnos, nos lanzó un mensaje sin equívoco alguno: «Si hay lealtad, amigos; si la lealtad falla, te corto el cuello». Por lo demás, la cena fue abundante, variada, y muy sabrosa.
Las siguientes etapas nos llevaron a Elhovo (21 de mayo), Tenevo (22), Jambol (23), Sliven (24), Banya (25), Jagoda (27), Kazanlak (28), Shipka (29), Shipka (30) y Sofía (31). Lo que mejor recuerdo es, obviamente, la delicia de compartir el silencio del camino con la mujer amada y el canto sempiterno de los pájaros, esa «calderilla del cielo», según Miguel d’Ors; pero también el goloso derrumbamiento del cuerpo y la conciencia nada más caer sobre la cama, la curiosidad de los ociosos de las plazas de los pueblos, la generosidad de los «roma» (los gitanos) y los paisajes, que, claro, son siempre un estado del alma.
En el trascurso de la penúltima etapa localizamos las ruinas de un lugar conocido como «Kaleto» en lo alto de una colina que vigilaba un estratégico paso de los Balcanes. Los pocos restos visibles nos sugerían que se trataba de una fortaleza con unos muros de considerable anchura y, también, que no existen muros que no pueda abatir el tiempo. Todo parecía indicar que fue a los pies de Kaleto donde los almogávares se echaron sobre los alanos. Las crónicas aseguran que «el teatro de esta tragedia era una llanura que, por espacio de dos leguas, se extiende a las faldas del Hemus» (los Balcanes, la Stara Planina de los búlgaros).
A los almogávares les costó derrotar a los hombres de Girgon. Según Moncada, «hasta medio día anduvo la victoria dudosa». Los que no tenían caballos peleaban de pie y los que se habían quedado sin armas, peleaban con las manos, «trabados y confusos». El equilibrio se rompió cuando Girgon fue herido y murió junto a sus capitanes más valientes. En ese momento, los alanos fueron presas del pánico y comenzó la carnicería de los almogávares. Muchos murieron abrazados a sus mujeres e hijos, pero cuando expiraban, ellas tomaban las armas «ofreciendo sus cuerpos al rigor de la muerte». Otros intentaban huir a la desesperada para salvar a sus familias y esto acabó siendo su perdición. Había mujeres y niños caminando desorientados por la llanura. Algunos alanos exigían un último esfuerzo a sus caballos para alcanzar el paso de la montaña, pero los animales estaban agotados. «Perecieron casi todos», asegura Moncada. «No escaparon de nueve mil hombres que tomaron armas, trescientos vivos».
Viendo la batalla definitivamente perdida, un joven alano sacó a su mujer del campamento, «donde todo andaba ya revuelto con la sangre y con la muerte» y subiéndola al primer caballo que encontró libre, tomó con ella el camino de la montaña. Pero tres almogávares observaron sus movimientos y «movidos por su codicia, o quizás por la hermosura y bizarría de la mujer», decidieron seguirlos. El alano puso en cabeza el caballo de su mujer, intentó que acelerara el paso, azuzándolo con el alfanje, pero el animal, incapaz de un sobreesfuerzo, se derrumbó agotado. Abrazó a su mujer y la llenó de besos «y levantando luego el alfanje, le cortó la cabeza… para que sus enemigos no gozasen lo que él perdía».
El botín conseguido fue inmenso. En los carros alanos había dinero y objetos de valor, y las mujeres y los niños podrían alcanzar un buen precio en los mercados de esclavos.
De aquel viaje me queda la lectura de las crónicas de aquellos hechos en los descansos del camino y la memoria sonora de los nombres de los lugares por los que pasamos: Knyazhevo, Elhovo, Malomir, Ténevo, Jambol, Mechkarevo, Zlati Voyvoda, Chervenakovo, Panicherevo… ¡Cuántas veces me he detenido sobre un mapa de Bulgaria rememorando el camino! Es cierto que vivimos dentro del tiempo, pero por nuestra forma de ser históricos, no es menos cierto que el tiempo vive dentro de nosotros.
El físico Niels Bohr cuenta que cierta vez recibió una visita en la cabaña que tenía en la montaña. El visitante se sorprendió al llegar porque Bohr tenía una herradura clavada sobre la puerta de entrada. «¿Pero usted que es un científico, cree en estas cosas?», le preguntó. «¡Por supuesto que no!», contestó Bohr. «Pero me han asegurado que las herraduras funcionan, aunque uno no crea en ellas».
Yo no considero ningún deshonor compartir mis prejuicios con el Premio Nobel danés y tengo aquí delante, en mi cuarto, una herradura encontrada en nuestro camino por Bulgaria.