THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

La melodía de la radial

«La melodía monótona de la radial es el verdadero himno nacional español»

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La melodía de la radial

Las puertas en aquella casa de Suiza donde me alojé unos días, hacia el año 2000, eran un poco más pesadas de lo normal, tenían en el filo un ajuste de goma y se cerraban con un suave ruido de succión, de ventosa. Entonces dentro de la habitación se hacía un silencio que yo no había conocido nunca y que desde entonces no he dejado de añorar.

Yo venía del reino de la radial, adonde volví. La melodía monótona de la radial es el verdadero himno nacional español. Todo se construye y se reforma, todo es estrepitoso, y en este reino del ruido, la soberana majestad es la sierra radial, también llamada, más amenazadora y apropiadamente, amoladora.

O sea, hablo de esa hoja redonda de acero dentado que, propulsada por un motor eléctrico, no encuentra en este mundo material que se le resista. Y si un amigo me dijese que tiene que viajar al centro de la tierra y no supiera cómo abrirse camino a través de tantos estratos de granito, basalto, piedra dura, yo le diría: «Quiá, tranquilo, te presto mi radial, ya me la devolverás».

Cada vez que alguien va a hacer obras en su piso da por descontado que causará notables y largas molestias a sus vecinos. Pero se da el tema por amortizado, ya que ¿quién no hace obras en casa, de vez en cuando? Así que hoy por ti, mañana por mí. La cuestión es que la radial, que con su misma forma discal ya sugiere un continuo sin fin, no pare de emitir nunca su maldita melodía española.

Oyes un ruido monótono, penetrante, avasallador, de máquina ensimismada, perseverante, implacable, en la casa de enfrente o en la de al lado o en el piso de arriba, y te dices: ah, el vecino, que hace obras. Cuando no es en la calle. A veces hay una radial emitiendo su melodía en la acera de enfrente, y otra dentro de casa.

Según pasa el rato, parece que el albañil que maneja la radial sea un Sansón, pues el ruido no cesa. Pero de súbito, de la forma más inesperada y como milagrosa, vuelve a hacerse el silencio… porque Sansón se ha ido a desayunar el merecido bocadillo.

En este lapso de relativo silencio redescubres que el mundo puede estar hechizado, puede ser una maravilla, un lugar de la suavidad, de la dulzura, donde es posible pensar. Qué bonito el cielo azul. Por un momento te figuras que Dios no tiene la voluntad explícita de hacerte daño, lo que pasa es que…

… pero en ese momento, cuando en tu conciencia la idea estaba a punto de formularse –redondita, lisa, reluciente—, la tritura el ruido que vuelve, monótono, taladrante, imperioso, tenaz de la radial, que perfectamente cumple con la misión para la que fue creada.

         -Vale, Ignacio, pero… ¿vas a proponer algo contra la radial? ¿Aportar alguna solución?

         -No. Es inútil luchar.

Como todas las cosas con un mecanismo sencillo, una misión concreta y bien perfilada y un alma maquinista fríamente determinada e indiferente a todo cuanto no atañe a su misión, la radial actúa con honestidad: basta conectarla a la electricidad, apretar el gatillo, y, mientras tengas fuerzas para sostenerla en su fricción –da igual si contra tubo de acero, madera, hormigón, ladrillo, azulejos, asfalto o carne y huesos; da igual si se trata de cortar por lo sano o ir rebajando rebabas hasta eliminarlas por completo-, perforará sin descanso y emitirá sin desfallecer su monótono canto, siempre la misma nota.

El vecino enfermo, desvalido en su lecho, es el que más sufre por culpa de la radial. No tiene escapatoria hasta la hora del almuerzo, cuando el albañil, que es un cyborg (mitad humano mitad máquina), desconecta la radial y se va a comer, ya sea de fiambrera, sentado en un escalón, ya sea el menú de un restaurante económico.

El enfermo se queda en silencio, pero no tranquilo. Sabe que el tormento volverá. Va calculando los progresos del cyborg en el restaurante: «Ahora se está comiendo los garbanzos. Ahora toma el trago de vino con gaseosa. Ahora le sirven los huevos con morcilla. ¡Qué rápido se los acaba! ¿Por qué tanta prisa? Más vino con Casera. El flan se lo zampa de un bocado. ¿Por qué tan rápido? ¿Por qué el camarero no le ofrece todavía un chupito de orujo o de whisky?» Se seca los labios en el revés de la mano, y las manos en los pantalones. Suspira. En pie. Vuelve al tajo. Ay, ay, ay, se acerca. Está llegando. Toma en sus manos la radial, y la radial emite su melodía de un solo tono, eterna y fatal como la voluntad y como la muerte.

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