Mientras orino escucho pájaros
«Queremos lo rural, una lentitud de cafetera y pan horneado, pero seguimos viviendo a la velocidad del dinero»
Mientras orino escucho trinos, el murmullo curativo de los árboles. Veo delante de mí un bosque insólito y nubes de una calidad sobresaliente, sin restos de polución en su estructura algodonosa. No estoy en el campo: se trata de un baño público ubicado en una estación de tren y diseñado para aliviar el estrés del viajero occidental. En cuanto uno paga a la señorita que hay a la entrada y echa el pestillo, las paredes del baño se encienden como por arte de magia y los sonidos naturales sustituyen al del rodar de las maletas, y uno se ve trasportado a un entorno natural, lejos del ajetreo que había hace un segundo, justo antes de que la puerta se cerrara.
Vivimos en un mundo de lo más paradójico. Nos gustaría tener más silencio, pero al llegar a casa encendemos la tele y en el coche ponemos la radio. Pasa lo mismo con la atención: la deseamos, pero estamos siempre consultando nuestro iPhone de manera intermitente, a la vez que nos ocupamos en otra cosa. Y pagamos por el recogimiento, nos vamos a los retiros en monasterios al tiempo que los monasterios se vacían de contemplativos, que fueron su razón de ser. Antes que adorar los árboles de verdad, los colgamos retratados en nuestras redes, volviendo su belleza una mercancía a cambio de un poco de existencia. Hemos preferido poner musgo en las paredes de los restaurantes al musgo que cubre las rocas de los caminos campestres. Nos conmueve el cielo que ponemos como fondo de la pantalla, y desatendemos el que hay encima de nuestras vidas, con una hondura que jamás empatarán todos los píxeles del mundo. Queremos lo rural, una lentitud de cafetera y pan horneado, pero seguimos viviendo a la velocidad del dinero y buscamos los productos más ecológicos en las grandes cadenas de supermercados. Asusta el número de aplicaciones con el sonido de una lluvia. Las meditaciones guiadas para destensar las cervicales mientras ulula el viento o vibran cuencos tibetanos.
Mientras orino escucho trinos de pájaros artificiales, sin vuelo, y miro un bosque sin olores ni insectos. Con ramas que no pueden arañarme la cara. Porque esto no es un bosque sino la copia de un bosque. El bosque platónico, transhumanista. Formado por minúsculos cuadraditos multicolores confabulados para engañar a mi cerebro. Lo más normal sería fugarse de esta vida en la que hemos caído como en un cepo y mirar los pájaros reales al salir de la oficina, hollar un bosque de verdad en uno de los huecos de la agenda, poner en modo avión el iPhone o apagar la televisión, durante la cena, para escuchar la respiración de la noche. Pero no lo hacemos: nos conformamos con el anhelo. Hacemos de la sed un estandarte, sin atrevernos al trago.
Aprieto el pulsador de la cisterna y abro la puerta: el bosque desaparece. Me abro paso entre la multitud de pasajeros. Tiendas de ropa, cafeterías, policías examinando los equipajes con el ceño fruncido. Soy un puntito, una hormiga, otra biografía más que anhela un mundo con menos agitación. Pero no se engañe nadie: ya no quiero irme a los bosques, como Thureau. Allí donde me encuentre, aspiro a ser yo la cabaña. Quizá sea este el verdadero desafío en un siglo tan extrovertido como el nuestro: trabajar la interioridad de manera que sean cuales sean las circunstancias, haya un bosque dentro de nosotros. Y oigamos pájaros.