El concurso televisivo que derrotó a Vladimir Putin
«Los europeos volvemos a ser conscientes de que son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan»
Ustedes me conocen, a pesar de que me considero un fan de la cultura pop, ni en la más oscura de mis pesadillas hubiera soñado con verme obligado a dedicarle una de mis columnas a ese concurso tróspido llamado Eurovisión, pero miren, aquí me tienen delante del ordenador dispuesto a tan extraña tarea.
Y es que además de resaltar la brillante interpretación de Chanel, una española por cierto nacida en Cuba y criada en Cataluña, creo que es necesario analizar con cierto detenimiento tanto la importancia geopolítica como las consecuencias del tsunami de solidaridad con Ucrania desatado el sábado por la noche en toda Europa, desde el atlántico hasta el mar negro.
Pero empecemos por el principio: ¿saben ustedes cuál fue la primera organización internacional que expulsó a Rusia tras su invasión de Ucrania? Pues curiosamente no fue ninguna institución política, académica o económica, sino la UER, la Unión Europea de Radiodifusión, una organismo fundado en 1950 que agrupa a todas las televisiones públicas europeas y que además, organiza desde 1956 esa joya kitsch llamada festival de Eurovisión.
Un festival que desde su nacimiento fue concebido como un exquisito artefacto propagandístico de los valores europeos que fuera capaz además de proyectarse como escaparate de los mismos tanto en las potencias hegemónicas del momento, Estados Unidos y la URSS, como sobre todo en aquellos países que en aquel tiempo no vivían en democracia, unos territorios ávidos de homologarse con aquella locomotora de bienestar y que al menos durante una noche al año estaban obligados a emitir en directo un concurso que, aunque visto desde el año 2022 nos pueda parecer sonrojantemente naïve, en aquellos oscuros momentos permitía que, por ejemplo los españoles y portugueses de los años 60 y posteriormente los Polacos, Húngaros, Checos o Lituanos de los 90 pudieran ver desde sus casas que a pocos kilómetros de sus fronteras existía un mundo de libertades y bienestar para ellos desconocido por culpa de los dictadores que mangoneaban sus estados.
Pues bien, muchos años después de que este vehículo pensado para la construcción de hegemonías culturales gramscianas pareciera haber perdido el evidente propósito político para el que fue creado, transformándose en una fiesta de la caspa y el espumillón, la noche del sábado y de forma tan sorpresiva como contundente, millones de europeos decidieron convertir este festival en la encuesta más grande realizada nunca en nuestro continente y mediante la misma, opinar sobre la agresión rusa a Ucrania con una contundencia nunca antes vista.
Los números son devastadores para Vladimir Putin: en la mayor audiencia de la historia europea de la televisión, por encima incluso del sacrosanto fútbol, los ciudadanos de 40 países, en una movilización sin precedentes, decidieron que merecía la pena levantar el teléfono y gastarse unos cuantos euros para expresar su condena a Rusia votando una canción ucraniana tan horrorosa como lamentablemente interpretada.
Las consecuencias de lo sucedido son imprevisibles, pero voy a darles tres aproximaciones que les ayudarán a ecualizar su importancia:
La primera es que los europeos volvemos a ser conscientes de que son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan. Volvemos a ser una comunidad que se autorreconoce como tal.
La segunda, hemos lanzado un mensaje nítido a nuestros gobiernos, ya saben tanto lo que pensamos de la agresión rusa como la firmeza e intensidad de esta opinión.
Y la tercera, mediante una acción colectiva y coordinada hemos enviado un aviso inequívoco al abusón del patio que pegaba al niño gordito y gafotas: hasta aquí hemos llegado.
A partir de aquí y por muchas victorias que consiga el ejército ruso en el campo de batalla ucraniano- si es que consigue alguna- la suerte de Vladimir Putin está echada.