No creáis en mi suicidio
«El genio, el artista verdadero, pero también el mártir o el que lucha por la justicia, se construyen entre la esperanza y la tristeza de la realidad»
Nos recordaba Diego S. Garrocho en las páginas del ABC que «casi todos los genios tienen algo de tristeza». Y de tragedia, añadiría yo, que es al bajo continuo del creador: la música que se impone incluso a pesar de la aparente alegría de su letra. Llamo aquí tragedia al abismo que se abre a los pies del hombre y al que el artista se asoma si no decide cerrar los ojos y servirse de su talento para otros encargos menos nobles. Contemplar el abismo, definir con precisión sus límites y hacerse cargo de sus obligaciones, mientras anhela trascenderlo –o, mejor, convertir esa oscuridad en luz y belleza– forma parte del trabajo del artista verdadero y también del hombre que intenta mantener algún resto de dignidad en su vida.
Pensaba en todo ello al releer estos días Europa central, la gran novela del escritor norteamericano William T. Vollmann. Vollmann persigue, en esa obra entre la ficción y la realidad histórica, el testimonio de aquellos hombres que pusieron sus vidas en juego para defender la libertad en los años trágicos de la Europa del siglo XX. Releía a Vollmann porque hacerlo es también leer sobre la guerra entre Rusia y Ucrania, y preguntarse por el destino de un continente al que las ideologías han echado a perder, no sé si definitivamente. Pero, más importantes que las grandes palabras y los discursos solemnes, son las biografías de quienes hicieron de su vida un ejemplo para nosotros. Pensé en algunos de ellos: en las mujeres –por ejemplo– a las que cantó en su destierro Osip Mandelstam; en Ana Ajmátova, cuyo Réquiem es también el canto fúnebre de la humanidad; y en el beato Franz Jägerstätter, de quien Terrence Malick rodó una fascinante película, Una vida oculta. «Yo ya soy libre», dijo aquel campesino austríaco prisionero de los nazis, cuando le ofrecieron la libertad a cambio de firmar su adhesión a un régimen político que sabía criminal. «Yo ya soy libre» podría ser la divisa del hombre que se asoma a un abismo que le promete la falsa libertad del mal.
Antes de acabar con su vida, los nazis le habían roto los dientes, marcado la piel con una esvástica al rojo vivo y fracturado los dedos de una mano. Y a pesar de todo Mühsam no se derrumbó, sino que dejó escrito: «No creáis en mi suicidio»
Al repasar los apuntes que tomé hace años mientras estaba leyendo Europa Central, me encontré con una conversación que mantuve entonces con Joseba Louzao acerca de Erich Mühsam. Judío y anarquista, Mühsam fue una de las primeras víctimas del nazismo ya en 1934. Antes de acabar con su vida, los nazis le habían roto los dientes, marcado la piel con una esvástica al rojo vivo y fracturado los dedos de una mano. Y a pesar de todo Mühsam no se derrumbó, sino que dejó escrito: «No creáis en mi suicidio». Louzao me contó su final: «Había en el campo un mono que se había escapado de un circo ambulante. Decidieron introducirlo en la celda de Mühsam para que lo atacara. Para su sorpresa el animal no arremetió contra el poeta, sino que se abrazó a él. ¿Quién iba a saber que la humanidad se salvaría en una celda alemana gracias a un mono? Por supuesto, los guardianes no consintieron la respuesta y torturaron al mono hasta su muerte. A Müsham lo asesinaron, le llevaron a una letrina donde le colgaron con una cuerda para hacer creer que se había suicidado». «No creáis en mi suicidio«, dejó dicho Mühsam; y no, no lo creemos.
El genio, el artista verdadero, pero también el mártir o el que lucha por la justicia, se construyen entre la esperanza y la tristeza de la realidad. Saben que conocer consiste en conceder a cada cosa su peso justo, lo cual no excluye asumir una alargada sombra. Es el misterio doble de la caridad y del mal, de lo mejor y de lo peor de la condición humana. Y nadie puede escapar –creo yo– a este destino que te conduce a un puerto o a otro, según sean nuestras elecciones.