El ostracismo indefinido del rey Juan Carlos I
«La Corona es una institución terriblemente delicada, una maquinaria compleja y a veces arcana cuyo favor popular hay que ganarse todos los días»
Los lectores ya saben que en la antigua Grecia existía una ley ancestral y poco usada, seguramente realizada en tiempos de Clístenes, que permitía mediante votación popular desterrar a un ciudadano durante un máximo de diez años por cometer actos contra la estabilidad y pervivencia de la comunidad política. En agosto se cumplirán dos años del ostracismo del rey emérito don Juan Carlos, consecuencia de un castigo político infligido no solo por el Gobierno, como se ha dicho, sino por el propio jefe del Estado, Felipe VI, como consecuencia de una conducta privada, la de su padre, caracterizada por la manifiesta falta de ejemplaridad.
Efectivamente, la Fiscalía decretó el final de las actuaciones judiciales tras las correspondientes regularizaciones tributarias. Eso ya es historia. Convendría no olvidar, sin embargo, que en el Reino Unido sigue abierta una investigación penal por presunto acoso a Corinna Larsen, uno de esos caprichos que el rey emérito consideró razonable cuando creyó que su papel como jefe del Estado había terminado y podía dedicarse a sus asuntos propios. Grave error. La Corona es una institución terriblemente delicada, una maquinaria compleja y a veces arcana cuyo favor popular, dado que vivimos en una democracia que tiende al igualitarismo, hay que ganarse todos los días.
«Su llegada a Galicia está patrocinada precisamente por los poderes privados de los que se debe tomar distancia cuando se reina un país»
Por eso yerran quienes creen que el ejecutivo de coalición es el único incomodado con la presencia de don Juan Carlos en la regata de Sangenjo. Los habituales palmeros olvidan, en el marco de la falta de independencia de criterio que sufrimos, que quien hereda una magistratura tan importante para la buena marcha del proceso político, adquiere los aciertos, pero también los errores de quien le precedió en el cargo. Podría gastar muchas líneas en recordar y agradecer al rey emérito su papel en la Transición y en la consolidación de la democracia en España. Pero no serviría de nada: el Rey, como consecuencia de la prerrogativa de la inviolabilidad absoluta que yo mismo defiendo, no tiene vida privada y debe regirse en lo personal por un estricto principio de ejemplaridad.
Su llegada a Galicia está patrocinada precisamente por los poderes privados de los que se debe tomar distancia cuando se reina un país. Juan Carlos I fue el monarca campechano, Felipe VI el monarca discreto y a veces distante. La campechanía fue una forma de llenar el vacío simbólico que produce toda racionalización democrática del poder. Hoy, sin embargo, la sociedad observa dicho atributo como una burla de quien desdeña la reserva y llega a España en un vuelo también privado en olor de unas tristes multitudes lideradas por su hija Elena, símbolo de una gestión familiar que tampoco ha estado a la altura de lo esperado cuando se tiene la suerte de formar parte de la Casa con más privilegios de nuestro país.
Por supuesto, en toda esta cuestión está el lado humano: la tragedia de verse alejado de la tierra que un día uno reinó, la tristeza de morir fuera de su patria. Al margen de que la Corona tenga unas reglas que en ocasiones escapen al entendimiento organizacional común, debe volver a subrayarse la falta de mesura de don Juan Carlos, que incluso parece haber forzado una entrevista con Felipe VI a la que el Gobierno, creo que, con buen criterio, parece que se oponía. Sobran las explicaciones, no son necesarias más disculpas por una conducta inapropiada: era la hora de estar a la altura de la leyenda que uno mismo contribuyó a forjar sirviendo a los intereses generales de su país. La semana pasada, mientras salía de la Facultad, un hombre educado y voluntarioso me entregó un papel para que participara en una consulta popular informal sobre el carácter de la jefatura del Estado. Monarquía o república. Se acaba de reeditar el espléndido libro sobre la legitimidad del poder del inmenso Guglielmo Ferrero. Algunos deberían leerlo con lápiz de subrayar y tiempo para tener una mínima idea del misterio que envuelve a los genios invisibles que sostienen las ciudades políticas. La destrucción de la legitimidad es un fenómeno que solo podremos advertir a posteriori: antes habrá una serie histórica de errores que pasan inadvertidos por el predominio del simulacro político. Sin embargo, la memoria institucional de la sociedad puede ser muy perra.