Fui camarero
«El camarero español está cansado de regalar su energía, su paciencia, su ilusión y su vida, vaya, por un trabajo mal pagado y mal gestionado»
La ocupación de mesas y camas vuelve a los niveles jolgoriosos de antes de pandemia pero, ah, ahora lo que faltan son camareros. ¿Por qué? Porque nadie quiere cobrar la mitad que un suizo. Un trabajo que no parece un trabajo. ¡Con sueldos que no parecen sueldos! Como los 700 que cobraba un tal Carlos, por 50 horas semanales en un bar.
Poca broma a lo Pantomima Full con las cosas del comer. Y del currar. Porque el camarero español, grosso modo, está cansado de regalar su energía, su paciencia, su ilusión y su vida, vaya, por un trabajo mal pagado y mal gestionado. Es la «España castiza de los retrasos crónicos», como se dice en el artículo enlazado, líder en clasificaciones sonrojantes.
No hace mucho me metí en las pieles del «Soy camarero». Andaba no muy lejos de hacer un Marisol Galdón, tras demasiados meses dedicado a la cigarril actividad de escribir un libro, sin el apoyo de esas becas que siempre reciben los otros y la agenda de encargos a cero. Fantaseaba con la idea, ay, de poder compaginar en el futuro esos trajines físicos con otros más intelectuales, generando con ello el equilibro entre cuerpo y alma que jamás había soñado.
La utopía a lo Tomás Moro me duró dos semanas y tres días. Creo que el jefe se dio cuenta de que la apatía me invadía cual hiedra trepadora, y que aquel saleroso gastrobar con reguetón de garrafa en barrio pijo no era mi sitio. Como no lo era tampoco el de nadie que valorara no ya su salud financiera, sino su salud en general. Y su salud mental. Trabajar para enfermar. Antes de mi llegada, el rosario de bajas voluntarias había sido constante.
En el mes lastimero que duró mi paso por aquel bar-restaurante, perdí ocho kilos
En el mes lastimero que duró mi paso por aquel bar-restaurante, perdí ocho kilos. La pareja del gerente me confesó que había engordado veinte en un año. Porque mientras los camareros y cocineros se dejaban literalmente la piel seis días por semana emulando la batalla de Verdún los viernes y sábados, los gerifaltes se dedicaban al bonvivantismo de alternar vinos y cañas en saludando a unos y otros mientras se controla al personal. Mal asunto cuando se gobierna un barco desde la suspicacia.
Mi plan ideal de equilibrio físico-psíquico-socio-laboral se deshacía como el azúcar en las infusiones que preparaba cada tarde a las señoras del barrio. Pronto empezaron a pesar en mí las consecuencias de la mala organización, esa gestión tan habitual en España de los trabajos por cuenta ajena que consiguen llevarte siempre al mismo punto: el de la insatisfacción crónica y progresiva.
Una cosa es servir, trabajar en el sector servicios, y otra cosa ser un siervo de la barra
Por suerte, yo tenía alternativas y a nada que moviera el culo conseguiría algún trabajo sentado, volvería a luchar con el teclado QWERTY que sabe mejor una vez te has dejado el lomo atendiendo al todomadrid que se divierte en ese tiempo en que tú estás cotizando. Porque ese sacarte del calendario del privilegio ya justifica per se las propinas, pero si se suman el resto de servidumbres, las cuentan no salen.
Porque una cosa es servir, trabajar en el sector servicios, y otra cosa ser un siervo de la barra. Así que me alegro y me solidarizo con esa resistencia pasiva de los camareros y camareras en plante. Es saludable esa elegante deserción ante otra oferta lacerante más, ante otro gerente con alma de Pedro Blanco Fernández de Trava, de quien no entendió que un negocio solo sale a flote, que solo merece la pena, cuando todos ganan. Y si esto no se puede permitir porque no dan los números, vayamos a Suiza para que nos expliquen cómo se hace.