El mito del regulador independiente
«La independencia de los organismos regulatorios será una ilusión vana y costosa mientras no separemos los poderes del estado»
Los estudiantes españoles solían pasar de curso con asignaturas suspensas. Nos decía un profesor que era como empujar una alfombra con arrugas: estas crecen hasta frenar el movimiento. Por ello, resulta extraño que, al intentar reformar las instituciones, caigan en este error nuestras mejores cabezas.
Tras aplicarse sus regulaciones favoritas, suelen descubrir que el decisor político exhibe escasa competencia, carece de la información necesaria para decidir y hasta persigue sus propios fines partidistas o individuales. Sin revisar antes la conveniencia de regular, proponen entonces crear un organismo independiente, en la confianza de que éste sí regulará con conocimiento y en aras del bien común.
Su propuesta tiene notable éxito. Para cualquier asunto, nuevo o viejo, proliferan hoy estos órganos, que aparecen plasmados de forma casi rutinaria en las nuevas leyes. Buscan fines loables, como los de mejorar la eficacia del gasto público, evaluar sus políticas, promover la investigación, regular los mercados financieros y las redes sociales, o proteger a todo tipo de agentes supuestamente débiles, desde los consumidores a los whistleblowers. Por ejemplo, a raíz de la guerra de Ucrania, se ha propuesto que las reglas de contención del gasto público de los estados miembros las haga cumplir una nueva agencia fiscal europea.
Ante el fracaso de la regulación, sería sensato plantearse en primer lugar si procede o no regular, y cuánto. Sin embargo, estas propuestas de crear reguladores independientes se efectúan sin valorar antes qué tipo y cuánta regulación es conveniente. El hecho de que el funcionamiento libre del mercado sea imperfecto no implica que su funcionamiento regulado sea socialmente preferible.
A menudo, se ha decidido regular tras comparar de forma sesgada un mercado real, que es siempre imperfecto, porque la información es costosa y los agentes privados egoístas, con un mercado regulado en la que se supone que todo decisor político, incluido el regulador, tiene buena información y persigue el bien común.
Se trata de un supuesto que en el mejor de los casos adolece de un notable grado de idealismo, pero repartido de forma desigual a favor de la regulación. En el fondo, ésta no es más que un abrelatas conceptual que se limita a suponer el náufrago con doctorado en economía ante el fallo del mercado. En la misma línea, el regulador independiente viene a ser un abrelatas ejecutivo, al que supone capaz de solventar las carencias informativas y los malos incentivos del regulador real. Se cae así en un idealismo de segundo nivel que sigue incurriendo en la falacia de comparar el mercado real con un estado ideal, y que sigue, por ello, sin comparar las soluciones realmente disponibles para lograr una interacción más fructífera de ambos.
Es por tanto discutible si tiene o no sentido esta pretensión de resolver los problemas de la burocracia regulatoria creando lo que no son, en el fondo, más que nuevas burocracias. Nuevas y costosas burocracias que, además, suelen financiarse cobrando tasas a las empresas, de forma que no causan dolor alguno a la mayoría de los votantes, lo que favorece su expansión incontrolada. Todo organismo en verdad independiente tiende por ello a aprovechar esa independencia no para perseguir el bien común sino los intereses de quienes lo controlan.
Como veremos, este riesgo es, si cabe, más grave en España, donde la independencia es un objetivo cada vez más lejano, como puede apreciar cualquier observador de las crecientes manipulaciones que sufren incluso nuestros organismos demoscópicos y estadísticos, desde el CIS al INE, o las más sutiles y menos noticiosas que afectan al Consejo de Estado.
Pese a ello, se pretende creer que basta con dotar a los nuevos reguladores independientes de buenas reglas, como si éstas no fueran modificables y manipulables. O con hacerles depender de las Cortes, olvidando que esta sumisión al legislativo es la que genera la notable dependencia política que padece un organismo tan fundamental como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
Este deterioro sugiere que nuestro problema es elemental: arrastramos una asignatura de primer curso llamada Separación de Poderes, la cual debemos superar antes de jugar a independencias sofisticadas. De hecho, el CGPJ e incluso el Tribunal Constitucional son hoy más dependientes de los partidos que en 1982. Ya sólo por este hecho resulta ilusorio que pretendamos dotarnos de reguladores independientes, pues sus decisiones, en última instancia, serán litigadas ante unos tribunales de justicia cuya independencia está en entredicho, en sus escalones más altos.
Este déficit de separación de poderes no sólo proporciona así una prueba del escaso grado de independencia con que somos capaces de dotarnos sino que insinúa algo más sutil y grave: lo poco que valora dicha separación nuestra sociedad.
Mucho ciudadano español idealiza al legislador. Cree que, para resolver los problemas sociales, basta con promulgar leyes que definan la realidad deseable. Si ésta no se conforma a sus deseos, la culpa será, según los casos, de los políticos, sobre todo de los políticos rivales, así como de quienes se arriesgan a operar en los mercados.
Como consecuencia, la creación de reguladores independientes es inefectiva y sólo se concreta en que aumenta el gasto y se dificulta su control. El fiasco es doble porque se suele incurrir en gastos adicionales para dar la apariencia de que el regulador es independiente. Para ello, se le dota de medios y presupuesto propios, se disponen órganos de supervisión y se le permite una contratación más autónoma.
No vale siquiera consolarnos con el argumento de que conviene crear esos organismos ahora con la esperanza de que algún día lleguen a ser independientes y eficaces. Por el contrario, tienden a fundarse sobre bases tan endebles que generan graves vicios de arranque, los cuales lastran su funcionamiento futuro. Vicios que alcanzan desde la inadecuación del personal hasta el nepotismo que parece haber padecido en su día el Tribunal de Cuentas, donde casi un centenar de sus 700 trabajadores eran, en 2014, parientes de altos y ex altos cargos del propio Tribunal y de sus principales representantes sindicales.
En conclusión: además de estar seguros de que debemos regular y cuánto, no nos precipitemos a crear órganos reguladores que puedan convertirse en nuevas burocracias extractivas.