La agonía del juancarlismo
«La misión más importante de un Rey es ser sucedido, y Juan Carlos puede ser un riesgo para la continuación de su dinastía»
No ha sido fácil ver a mis mayores de rodillas. El despliegue de argumentos torpes y falaces en defensa de Juan Carlos I resulta asombroso en una democracia que aspira a ser ejemplar. A la vez, hace comprensible el comportamiento del Emérito durante las últimas décadas: Juan Carlos obró como si fuera intocable porque lo era, y para muchos lo sigue siendo. Ironías de la Historia: lo es para aquellos que anteayer rehusaban ser llamados juancarlistas y presumían de monárquicos sin complejos. Son quienes hoy se aferran a Juan Carlos y descuidan la monarquía.
Ni las disculpas no pedidas, ni las explicaciones no dadas por otros malhechores ennoblecen la conducta del Emérito. Y sus actos innobles no están en modo alguno compensados por su papel en el advenimiento de la democracia. Su contribución a la transición es incuestionable, y así lo reflejarán los libros de Historia, pero ningún mérito puede convertirse en un salvoconducto moral para transitar el presente. Conviene recordar que la categoría sagrada en una monarquía parlamentaria no es el Rey, sino el ciudadano, y el servilismo es incompatible con el ejercicio de la ciudadanía.
Como ciudadano libre, sobre quien no pende causa alguna en España, Juan Carlos de Borbón tiene derecho a ahorrarse toda explicación y acudir donde le plazca. Pero haría bien en asumir que su conducta tiene efectos peligrosos para la Casa Real. La misión más importante de un Rey es ser sucedido, y Juan Carlos puede ser un riesgo para la continuación de su dinastía. Confieso que la continuidad de la monarquía no me preocupa especialmente, pero me preocupa la salud de nuestra democracia, y lo último que necesita España es otra institución menoscabada por un vividor.
¿Entonces, qué? Juan Carlos nunca aceptó las servidumbres de la corona, pero quizá esté a tiempo de aprender. Debería volver a Zarzuela y pasar sus últimos años en paz junto a su familia, y no a miles de kilómetros, bajo el manto de una satrapía. Su mayor contribución a la estabilidad sería el recogimiento, la discreción, porque cada regata se percibirá como una ostentación de su inviolabilidad, como una exhibición de privilegio que una democracia no siempre tolera.
Nada de esto implica que debamos castigar a Juan Carlos, condenándolo a la vergüenza y al exilio interior; renunciar al mito no implica renunciar a la humanidad. Pero la salud de una democracia cuya forma es la monarquía parlamentaria requiere que sus ciudadanos conozcan el papel de la Corona, que no es el de contrapoder a un Ejecutivo indeseado, y entiendan que su papel ante el Rey no es el de súbdito en permanente estado de adoración.