Llegar tarde a una persona
«Nadie debería morir en el momento más triste de su vida»
Supe que estaba mal por un amigo común. Atravesaba un bache: tenía problemas en casa, con su mujer, y había perdido un trabajo que le apasionaba. Hace diez años que no hablábamos, más o menos. Es algo que le pasa a todo el mundo: estamos un tiempo al lado de una persona porque las circunstancias nos han reunido en un lugar y después, cuando por otras circunstancias nos separamos, ya no volvemos a coincidir y no hacemos nada por buscar la coincidencia. No era una amistad, lo nuestro, sino una convivencia en la oficina, a veces un café, y el gusto por la lectura. Él con el problema de la nada rondando siempre su cabeza; yo con mis poetas preferidos y una visión de la vida menos filosófica y más orgánica.
Hace un par de días me llamaron por la mañana: había muerto. Enseguida pensé en sus hijos y recordé la pipa en la que fumaba, su pasión por Soloiev o Florensky. Su gabardina de espía o detective privado. Dios mío, la noticia me afectó muchísimo. No sólo porque no era una persona mayor: sabemos que la muerte no distingue las edades. Sino porque murió tan solo y tan lejos de sí mismo. Nadie debería morir en el momento más triste de su vida, pensé. Thomas Merton escribió que el infierno es el lugar donde no tienes nada en común con los demás. A eso me refiero: morir convertido en tu propia prisión, dentro de los sótanos de la tristeza, tan lóbregos.
Me afectó más todavía por algo que nadie sabe y que ahora confieso en público. Lo vi hace justo un año, el verano pasado. Salí de mi portal con los niños, y entonces estaba allí, justo enfrente, y se quedó inmóvil, quizá a la espera de mi saludo, pero me di la vuelta. Yo ya sabía que andaba falto de ánimo y que no estaba en su mejor momento, y sin embargo opté por no acercarme y no le dije nada. No lo vi a él, sino todo aquello que pensaba que era el motivo de su aislamiento: un carácter esquivo y cierta arrogancia intelectual. Y tras subirme al coche, apreté el acelerador y vi su figura en el espejo retrovisor mirándome, con un Red Bull en la mano. Ha pasado un año, y ahora, desde la noticia de su muerte, hace un par de días, no dejo de ver a cada instante esa imagen de su figura mirando cómo se aleja de mi coche. Cómo se aleja una persona que podría haberlo escuchado, quizá.
Porque quizá ese día solo buscaba en mí una persona, alguien sentado en la mesa de una cafetería mientras chupaba su pipa, hablando de su desastre biográfico. Lo siento muchísimo, querido amigo. He deseado volver a ese día tantas veces y saludarte como era debido. Pero no podemos retroceder el tiempo. Es absurdo dialogar con ese moralista que tenemos dentro y que nos exige una reparación. También a todos nos pasa que a veces llegamos tarde a una persona, igual que cogemos tarde los trenes o llegamos al cine en mitad de la película. Quizá lo mejor y más sabio sea convivir en adelante con el estúpido que he sido y asumir mi indudable torpeza a la hora de ocuparme del dolor ajeno. Vivir en adelante sabiendo que ese día salí de casa y al verte en mi calle, sabiendo que estabas en el peor momento de tu vida, me di la vuelta sin decirte nada.