THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Meritocracia y «lenguas propias»

«La exigencia de las ‘lenguas propias’ en las administraciones autonómicas tiene perversos efectos desigualitarios»

Opinión
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Meritocracia y «lenguas propias»

Un médico de atención primaria. | Europa Press

Hace algunos años, en uno de esos excéntricos concursos de acceso al cuerpo docente universitario, que, por decenas, se han celebrado en España, el candidato a una plaza de profesor titular de Filosofía del Derecho incluyó entre sus méritos el de haber obtenido un premio de «magia cómica». En el desarrollo de su primer ejercicio, aquel en el que el candidato glosaba su trayectoria académica, preguntado por este extremo, se reafirmó en su competencia en la materia participando al tribunal del hecho de que en una de sus actuaciones en el Vaticano el Santo Padre (Juan Pablo II) se había «partido de la risa».

Tal vez impartir «filosofía del derecho» como una forma cómica de ilusionismo sea lo debido, pero descartando esa posibilidad: ¿qué mérito tiene que el Papa te ría las gracias, con o sin magia, para ser profesor universitario? ¿Qué mérito tiene ser la primogénita del Rey Felipe VI, o no serlo pero haber nacido con pene, y no cambiar de sexo, para ser la Jefa o el Jefe del Estado en España? ¿Por qué quien es ciudadano estadounidense pero no ha nacido en el territorio de Estados Unidos no puede llegar a ser Presidente? ¿Cuál es el mérito que adornó a Michael Jordan para ser tan admirado si, a fin de cuentas, todo es genética: las fibras musculares, la altura, la ausencia de enfermedades o predisposiciones a padecerlas pero también la disposición a esforzarse?

Hay genuinas y atendibles preocupaciones entre quienes han pergeñado el informe «Derribando el dique de la meritocracia» (Future Policy Lab, 18 de mayo de 2022), una ola más a sumar en esta marea «anti-meritocrática» que parece asolarnos. La tesis que albergan los autores, ambigua por momentos, no es ninguna novedad (¿tiene poco mérito?): la distribución de los beneficios de la cooperación social, en forma de rentas, cargos, reputación, riqueza, es sólo presuntamente meritocrática; en puridad obedece a factores que tienen que ver con el origen o la suerte que haya tenido el individuo y las brechas de desigualdad, correlacionadas con la cuna, persisten y se agrandan en muchos lugares. Los datos revelan que el American Dream es más bien un Chinese tale.

Lo que llaman los autores igualdad «formal» de oportunidades debe sustituirse por la que denominan «igualdad sustantiva» para lo cual se deben desplegar un conjunto de políticas públicas y medidas legislativas que mitiguen los efectos de las diversas tómbolas a las que, en realidad, habremos de imputar nuestras ventajas: la lotería genética, la lotería social (nacer en Barcelona y no en Malawi) y la lotería del reconocimiento social (¿qué culpa tienen los maratonianos por el hecho de que se valore más el fútbol?). La igualdad de oportunidades sustantiva parte de la constatación de que no es posible discriminar cuánto de lo que alcanzamos es producto de la elección/esfuerzo y qué parte es debida a la pura suerte.

El hecho de que no sea posible determinar con absoluta precisión la parte azarosa del pastel no debe implicar, sin embargo, que todo el pastel deba ser tenido por el puro producto de la fortuna, pues entonces a ninguna elección o preferencia cabe imputarle premio o recompensa, pero tampoco a nadie castigo o responsabilidad: los ricos y guapos no se merecen ni su riqueza ni su capital sexual ni los delincuentes la pena privativa de libertad que anudamos a su comportamiento ilícito. De otra parte, incluso en un mundo en el que se lograra la igualdad sustantiva que da a cada cual según su necesidad, y Gasol no gana más dinero que una trabajadora social, se obtiene de cada cual según su «capacidad», es decir, asumimos que hay algo así como ser más capaz para hacer algo y poco nos importa la causa u origen de dicha capacidad a la hora de atribuir una función. ¿Acaso en la Unión Soviética, seguramente el experimento real más próximo al ideal igualitarista en los resultados, dejó de admirarse a Anna Pávlova o a Yuri Gagarin? ¿No fueron «merecidas» las glorias o medallas de Emil Zátopek? ¿Fue un inmenso error colectivo ejemplificar con Alexei Stajanov el orgullo de la clase trabajadora en la URSS?

La desigualdad es, en el límite, imposible de evitar a no ser que estemos dispuestos a sacrificar intereses básicos de los individuos en el altar de los resultados. En el escalofriante cuento Harrison Bergeron (1961) de Kurt Vonnegut, en 2081 todos somos finalmente iguales y ya no impera el citius, altius, fortius. Una pareja ve en la televisión un ballet en el que las bailarinas llevan la misma máscara y sacos para que no quepa admirar ni su belleza ni su gracilidad. El objetivo es que cualquiera pueda ser una de esas bailarinas.

Estamos dispuestos, pues, a corregir la distribución basada en «falsos» méritos, pero ¿a costa de qué? ¿Cualesquiera costes para cerrar todo tipo de brechas? ¿Incluso de esa forma de «igualación por lo bajo» que ilustra Vonnegut en su relato? Aquí es donde se juega el partido, donde se ubica lo mollar de la discusión, a mi juicio. Por ejemplo, cuando se afirma que la igualdad de oportunidades sustantiva exige «repensar» lo que valora el mercado para «reorientarlo» y así «poner en valor» el trabajo esencial y poco reconocido cuya «contribución en retorno social es altísimo», ¿quién y cómo se supone que va a proceder a esa «reorientación» para mitigar los efectos de la lotería del reconocimiento social? ¿El Future Policy Lab? ¿En base a qué parámetros que no sean la información que los precios proporcionan relativos al sacrificio que unos – oferentes- u otros – demandantes- están dispuestos a hacer en un mundo en el que el altruismo y los recursos son moderadamente escasos?

Tomemos el caso de ser médico y sus circunstancias. Hay una escena maravillosa de El fugitivo, maravillosa para mí, mitómano donde los haya, en la que el Doctor Kimble, representado por Harrison Ford, haciéndose pasar por celador en el Cook County Hospital de Chicago, consigue diagnosticar mejor de lo que se ha hecho la gravedad de las heridas de un niño y derivarlo a la planta adecuada para que se le practique una cirugía de urgencia con lo que se consigue salvar su vida. ¿Quién negaría la utilidad social de tipos como el Dr. Kimble? ¿Cuál es la manera más eficaz y eficiente de que presten sus servicios y se distribuyan los beneficios de su formación, de su ojo clínico, quizá innato, de su fina motricidad para las cirugías más comprometidas?

Datos recientemente publicados relativos a España muestran que la probabilidad de encontrarse en un rango de salario de más de 2.000 euros tras cinco años de graduarse es del 82% si se ha estudiado Medicina, y del 14% si se ha estudiado Humanidades. Si estos incentivos provocan que muchos individuos lleguen a ejercer como el Dr. Kimble no parece mal negocio. Máxime si, como es el caso de España, la distribución de la asistencia sanitaria no atiende al criterio de la capacidad de pago sino de la necesidad clínica gracias a un sistema público de provisión universal. Cuestión distinta es, por supuesto, que los talentos o capacidades que se juzguen para que alguien pueda ejercer como médico sean los relevantes.

Los autores de «Derribando el dique de la meritocracia» llaman la atención sobre el acceso a los altos cuerpos de la Administración – abogados del Estado, jueces, inspectores de Hacienda, diplomáticos- que, por un lado, favorecen las habilidades memorísticas de manera desproporcionada, y, por otro, provocan que solo quienes tienen capital o recursos suficientes puedan dedicar unos buenos años a preparar la oposición. De manera muy razonable, nuestros «anti-meritocráticos» sostienen que una concepción «sustantiva» de la igualdad de oportunidades habría de promover «becas públicas para opositores basadas en la necesidad y en el mérito».

¿Ven como la patita no puede dejar de asomar? Vuelvan a leer: «m-é-r-i-t-o». De otra parte, una concepción tradicional o «formal» de la igualdad de oportunidades también daría cabida a ese tipo de becas. Los autores también proponen financiar «academias en Comunidades Autónomas infrarrepresentadas en la Alta Administración Pública». Así que tenemos un problema de «infrarrepresentación» de, pongamos, riojanos o ceutíes, entre los Letrados del Consejo de Estado, volvamos a poner. ¿Seguro que esta es una prioridad igualitaria o de mejor calibración del mérito que computamos? Volvamos a los médicos.

Pocos dudan de que buena parte del prestigio y calidad de nuestro sistema sanitario se debe al mecanismo de acceso a la especialización médica, el famoso MIR, que permite a nuestros graduados en Medicina formarse como residentes en hospitales acreditados en función de sus preferencias y del resultado obtenido –en alguna medida producto de muchos azares- en un examen único y centralizado. Este año 2022, 23 de los primeros 50 opositores han elegido especialidades en hospitales madrileños y sólo 6 en Cataluña. ¿No es extraño? ¿Es tanta la diferencia entre unos y otros centros? Los gestores o responsables de la sanidad en Cataluña, ¿no sienten una cierta alarma al pensar que los Doctores Kimble españoles tienen una preferencia tan liviana por formarse en los, por otro lado, fantásticos hospitales catalanes?

No parece muy aventurado sospechar que las exigencias de tener un determinado nivel lingüístico en las lenguas co-oficiales o impropiamente llamadas «propias» están detrás de esta sorprendente distribución. De hecho, lo que empezó contando como un «mérito» es hoy una condición prácticamente sine qua non en Comunidades Autónomas como el País Vasco, Cataluña, Baleares, y, más recientemente, Valencia, actuando así como un fabuloso desincentivo y como poderoso acicate también para que todas las Comunidades Autónomas instalen su barrera.

Así que al perverso efecto «anti-meritocrático» que tienen estas exigencias – ¿de verdad es socialmente útil que nuestro Dr. Kimble no pueda ejercer en el Hospital de Cruces de Bilbao porque desconoce el euskera aunque su lengua, el español, sea también la de todos los vascos?- hemos de sumar el también perverso efecto desigualitario que mucho habría de preocupar al Future Policy Lab: los hijos de la muy poco meritoria burguesía catalana o vasca que no dudan en educar a sus hijos allí donde no hay sombra de «inmersión vernácula» no encontrarán ni una sola de las barreras de acceso al mercado laboral – en la función pública o en el sector privado- que sí encontrará el esforzado MIR hijo de un albañil de, pongamos, Níjar (Almería) el municipio de menor renta de España.

De esta tómbola lingüística con evidentes retornos políticos y clientelares, sostenida sobre la implícita asunción de que merece la pena que los ciudadanos reciban un servicio peor a cambio de la supervivencia de una lengua, nada se puede leer en «Derribando el dique de la meritocracia», y bien que parece urgente pensarla y remediarla, antes, a mi juicio, que la falta de «diversidad regional» entre los altos funcionarios que justifique financiar «academias de preparación» en las CC.AA. El prestigioso experto en salud pública Enrique Gutiérrez, ex director médico de la OSI de Álava, declaraba recientemente que la exigencia del nivel de euskera a los médicos debía «enfocarse de otra manera».  

Ello parece abrir la puerta a diferenciar entre servidores públicos y sus «méritos», de tal suerte que el hijo afortunado del albañil de Níjar podrá ser médico en Euskadi pero no así una hermana de éste que hubiera estudiado para ser maestra, que seguirá teniendo de facto vedada la entrada en cualquier escuela ubicada en alguna de las «nacionalidades históricas».

Para los hijos de Getxo, o de San Cugat del Vallés, municipios ambos entre los diez primeros en renta de España, «ancha es Castilla» (y Níjar), ya haya sido su suerte la de ser calderero, sastre, soldado o médico.

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