Que el torpor no nos distraiga
«Humillar a Rusia será contraproducente, pero tendrá que haber un precio a pagar. Paciencia y contención, o distención y concordia, invitan a la reincidencia»
La guerra en Ucrania se ha convertido en una lenta partida de ajedrez. Los avances y los retrocesos son efímeros, medidos en pocos kilómetros a diario. En nuestras sociedades, propensas al aburrimiento ante la ausencia de emociones fuertes, empieza a instalarse el torpor que antecede la indiferencia.
A día de hoy, el impasse admite todos los desenlaces: mutilado o no de parte de su territorio ante bellum, el país puede seguir siendo un Estado-tapón entre la Unión Europea y Rusia; o puede transformarse en frontera exterior de la Unión. Menos probable – y aún menos deseable – es que asuma la forma de puesto avanzado de Moscú.
Lo único cierto parece ser el descrédito de la arquitectura internacional, cuya idea axial desde 1945 –sobre todo en el post-Guerra Fría– determina que integración económica produce liberalización política.
A principios de los años 90, americanos y europeos creíamos en el avance democrático de China y Rusia. Se confiaba que la integración de estas potencias en el sistema de libre comercio y en las instituciones multilaterales las obligaría a alguna apertura política interna. Es más, si querían sobrevivir en un mundo globalizado, no les quedaba otra.
Mientras tanto, como señaló Robert Kagan, se aplicaba una receta de paciencia y contención. En vez de retar a las autocracias, se debería enredarlas en normas, acuerdos y tratados cuyas ventajas –y complejidad– sirvieran de freno a pulsiones expansionistas. El flujo de mercancías e ideas lo arreglaría todo. Y en el caso de que China y Rusia se aferrasen a sus prácticas autoritarias, se argüía que los beneficios ofrecidos por el sistema –riqueza, estatus y prestigio– al menos disuadirían aventuras bélicas de puertas para afuera.
Triunfó el internacionalismo liberal: preocupado con las políticas exteriores militaristas, Occidente se dedicó a tejer una red de instituciones internacionales que, en los planes político y económico, conformasen un marco común para la convivencia pacífica. Un determinismo que puso al mando la fe inquebrantable en el progreso humano.
De este acercamiento profiláctico a los asuntos globales emanaron hilos regionales, como el usado en la relación de la Unión Europea con los regímenes del norte de África. Túnez fue el proyecto-piloto. En 1995 se firmó un acuerdo de asociación, después convertido en zona de libre comercio con Europa y, más tarde, en un intrincado plan de acción al abrigo de la Política Europea de Vecindad. Éxito retumbante: al final de la primera década del siglo XXI, el bloque europeo representaba un 70% de las importaciones tunecinas y un 75% las exportaciones del país. No cabía duda de que la interdependencia económica se profundizaba a buen ritmo. Sin embargo, el autoritarismo del presidente Zine el Abidine Ben Ali seguía firme –y su cleptocracia próspera. Poco importaba, gajes del mundo, había que fiarse en la liturgia de paciencia y contención. Así anduvimos hasta que estalló la llamada Primavera Árabe.
Camino afín siguió España para acoplar los nacionalismos periféricos al proyecto democrático común. David Jiménez Torres lo identifica con notable claridad en su 2017 – La crisis que cambió España (Deusto, 2021). Lo llama la Premisa: «la Premisa daba por hecho que el sistema autonómico era una herramienta suficiente para integrar los nacionalismos subestatales –muy especialmente el vasco y el catalán– en una España democrática. El nivel de autogobierno que alcanzarían haría que sus reivindicaciones se fuesen disolviendo de forma natural». Y si se aferraban a posturas maximalistas, imperaba la fe: «Incluso si esta integración resultaba tensa, incluso si los nacionalistas desplegaban un discurso agresivo o rupturista, a la hora de la verdad jamás romperían la baraja». Hemos conocido de manera dolorosa los límites de dicha creencia.
En lo que atañe a Rusia, no hacía falta esperar por la agresión a Ucrania. La injerencia en procesos electorales en Europa y Estados Unidos, la invasión militar de Osetia y Abjasia, los crímenes de guerra en Siria, el asesinato de disidentes en territorio europeo y otras tantas tropelías demuestran como Moscú se aprovecha de las ventajas del orden internacional para ponerlo en jaque. Lo mina desde dentro.
En el fondo, Putin siempre ha entendido la estrategia de integración internacional como una subvención al expansionismo. Usa el orden liberal para crear las condiciones propicias a una cosmovisión propia, contraria al sistema vigente. Mirando a España, y guardadas las debidas distancias, creo razonable detectar resonancias análogas al respecto de los nacionalismos periféricos.
Pero en este último caso, y volviendo a Jiménez Torres, los redactores de la Constitución, cumpliendo su misión previsora, incorporaron mecanismos que suspenden la autonomía si se incumplen obligaciones constitucionales. Además, como el cualquier Estado democrático, el edificio constitucional fundó instituciones soberanas, de capacidad idónea, para reponer el orden –y quizá por eso algunos se muestren interesados en vulnerarlas.
Aquí reside el problema. Aunque el liberalismo sea eficaz dentro de fronteras, garantizando libertad y bonanza, se quedó corto al internacionalizarse, pues concibe el orden internacional como un gobierno mundial. La idea tiene virtudes, pero subestima la testaruda realidad. A diferencia de lo que sucede en un Estado, el mundo carece de instituciones soberanas, con una capacidad coercitiva autónoma, que restablezca el orden cuando uno o más Estados se saltan las normas. Dicho y sabido que cuando las transgresiones salen gratis se convierten en costumbre.
Humillar a Rusia será contraproducente. Pero, pase lo que pase, tendrá que haber un precio a pagar. Paciencia y contención, o distención y concordia, invitan a la reincidencia. Nos lo demuestran los revisionistas, dentro y fuera de fronteras. Que el torpor no nos distraiga.