Narcisismo estratégico
«Sobre el tapiz de los acontecimientos, Estados Unidos ajusta sus palabras sobre Ucrania en base a lo que percibe sobre el terreno»
Las naciones, como las personas, a veces se miran demasiado al espejo. Fascinadas por sus propios atributos, desarrollan sus políticas no para acomodar sus intereses y los intereses de los demás, sino para recordarse a sí mismas lo mucho que valen y lo especiales que son. Con el peligro, a veces, de causar un estropicio.
El concepto de «narcisismo estratégico», acuñado por el pensador realista Hans Morgenthau y reflotado en 2020 por el estratega H. R. McMaster, describe la tendencia estadounidense a ver el mundo como una masa gris, una pobre oveja descarriada, cuyo sueño es parecerse a Estados Unidos.
Cuando los norteamericanos, en los bucólicos años 90, se recostaron sobre sus butacas a mirar cómo los chinos, gracias a la apertura comercial estimulada por Washington, prosperaban, desarrollaban una clase media y reemplazaban la tiranía del partido único por una democracia parlamentaria y libre, estaban incurriendo en el narcisismo estratégico. Pensaban que China acabaría imitándoles. ¿Cómo podía ser de otra forma? En cambio, resultó que los chinos tenían sus propios planes.
Ahora, las tendencias ensimismadas de este país, separado del mundo por dos océanos y embebido de mesianismo laico, titila en su política hacia Ucrania.
Desde una perspectiva realista, el pecado original de Washington con Ucrania data de la cumbre de la OTAN de 2008, en Bucarest, cuando la Administración Bush insistió en prometer oficialmente a Ucrania y Georgia que entrarían en la Alianza, algún día, en el futuro, sin calendario ni condiciones específicas.
Alemania y Francia protestaron, y Angela Merkel y Condoleezza Rice discutieron a voz en cuello en perfecto ruso. ¿Quería Estados Unidos realmente proteger a Ucrania, o solo expandir su influencia, ignorando los equilibrios regionales?
Década y media después, incluso los atlantistas reconocen que así no se hacen las cosas. Ucrania quedó en la peor de las situaciones: lo suficientemente cerca de la OTAN como para enfadar a Rusia, pero no tanto como para atreverse a soñar, realmente, con ser parte de la Alianza.
Esta situación de zona gris, en lugar de resolverse en una dirección o en otra, se ha prolongado en un quiero y no puedo perpetuo: desde la agresión rusa de 2014, la OTAN ha trabajado para reforzar a Ucrania e integrarla en sus estructuras, pero, de nuevo, sin calendarios ni promesas en firme.
Ahora que Ucrania pelea por su mismísima existencia, sometida al vapuleo de la artillería rusa, reducida un 20%, limitada su salida al mar y amenazada diariamente con un lenguaje revanchista y genocida, es demasiado tarde para enmendar errores. Los ucranianos hacen uso del entrenamiento anglosajón y continúan requiriendo armas pesadas.
La Administración Biden reitera que se deja orientar por los ucranianos, por sus deseos, por sus necesidades. «Nada sobre Ucrania, sin Ucrania», repitió Joe Biden la semana pasada.
Sobre el papel, es un mensaje correcto y noble. Sobre el tapiz de los acontecimientos, Estados Unidos ajusta sus palabras en base a lo que percibe sobre el terreno. En abril, cuando Ucrania estaba en la cima del éxito militar, la Casa Blanca hablaba de «debilitar» a Rusia y de buscar su «fracaso». Ahora, con Rusia avanzando lentamente y Ucrania dando señales de desgaste, pone énfasis en la solución diplomática.
En casa la opinión también fluctúa. Después de un fervoroso momento de unidad, las posturas americanas se van fragmentando. La proporción de republicanos que piensa que EEUU «está haciendo demasiado» en Ucrania se ha duplicado desde marzo y los instintos aislacionistas afloran en los discursos de sus candidatos.
No sería preocupante para Ucrania, de no ser porque Estados Unidos celebra elecciones legislativas en noviembre. Y los republicanos tienen visos de ganarlas.