Barry Sussman y nosotros
«Hay que reivindicar la figura en declive del editor de redacción»
La reciente muerte de Barry Sussman, el olvidado tercer periodista clave en el descubrimiento del Watergate, ha puesto de relieve la importancia de la figura del carpintero. Así se denominaba antes en las redacciones, un poco despectivamente, al editor. Hoy se le dan otros nombres más edulcorados, como content curator, productor de contenido o fact checker. O tal vez la ingente e imprescindible labor del editor se ha desplegado en múltiples figuras que ahora desempeñan las labores que antes hacía una sola persona: el carpintero.
Barry Sussman (1934-2022) era el editor de local del Washington Post el 17 de junio de 1972 -el viernes se cumplirán cincuenta años-, cuando se produjo el asalto al Comité Nacional del Partido Demócrata en el complejo Watergate, que daría nombre a una de las más importantes investigaciones periodísticas de siglo XX. De hecho, obligó a la dimisión del presidente Nixon y su resonancia pública -sobre todo la película Todos los hombres del presidente– llenó las facultades de periodismo del mundo entero.
El editor, junto a los reporteros Woodward y Bernstein, conformó el equipo denominado The Watergate Three o Woodsteinman -combinando los apellidos de la troika-. Pero las injusticias de la historia y del periodismo lo transformaron en The Watergate Two o Woodstein. La figura de Sussman, el editor, el alma del equipo, fue eliminada primero por los reporteros en su libro sobre el caso y sustituido por los expertos editores de Simon & Schuster. Y más tarde el director de la película Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula) y el gran impulsor del film, Robert Redford, no consideraron su personaje lo suficientemente atractivo para la pantalla. Al fin y al cabo, lo suyo no era el periodismo sino el cine.
En un muy interesante artículo publicado la pasada semana por Nieman Lab, web de la Fundación del mismo nombre de Harvard, se recoge con detalle el decisivo papel jugado por Barry Sussman bajo el significativo título «Todos los hombres de la redacción: Cómo un tercio del Watergate Three fue eliminado de la historia del periodismo».
El texto recuerda, entre otros muchos aspectos, cómo Berstein y Woodward, aún veinteañeros, lo describieron en su libro, de forma un tanto despectiva, como «un hombre de 38 años, afabilidad en sus modales, un poco de sobrepeso, pelo rizado y conducta académica (…) un periodista errante que había dejado Brooklyn extrañamente, labrando su camino para llegar a Washington».
Sussman estuvo vinculado al caso desde la misma madrugada del allanamiento cuando decidió, aún en la cama, quiénes iban a cubrir el misterioso suceso. A la mañana siguiente, liberó a Woodward y Bernstein para que siguieran a tiempo completo todas las pistas del incidente. Eso le costó un duro enfrentamiento con los directivos del periódico, que consideraban a Bernstein un melenudo medio hippy, muy poco de fiar.
El propio Sussman dejó su cargo para ponerse al frente del nuevo equipo. Se dice de él que tenía una memoria prodigiosa, donde guardaba de forma ordenada todos los datos. Sabía tantos detalles del caso que era el único en toda la redacción que tenía en la cabeza todas las piezas del rompecabezas que fue el Watergate. Era capaz de convertir las informaciones dispersas y complejas en artículos coherentes y bien sustentados.
Utilizaba el método socrático en las discusiones con sus reporteros, a quienes acribillaba a preguntas, conduciéndolos en una investigación que tenía demasiados interrogantes y muy pocas respuestas.
Incluso encaminaba las pistas hacia sus propias teorías, que a Berstein y Woodward les sonaban a chino. Les hablaba, ante la perplejidad de los periodistas, de la inevitabilidad histórica, la ética estadounidense de la posguerra, o la poco de fiar figura de Richard Nixon.
Fue el primero en el Post en intuir que tras el asalto y la colocación de micrófonos en la sede demócrata, se escondía algo más que la fechoría de unos maleantes. Y que, tras los delincuentes de poca monta, se escondían altos cargos del Gobierno. Según avanzaba la investigación, se dio cuenta antes que nadie en la redacción que al final del hilo del ovillo podía estar el mismísimo presidente y que en esa dirección debían encaminarse las pesquisas.
Mientras los directivos del diario no hacían más que cuestionar los datos inconexos que recopilaban los periodistas, Sussman siempre los alentaba a continuar indagando, convencido de que si conseguían encajar las piezas, llegarían a la cúspide de la trama.
El artículo de Nieman Lab recoge numerosos testimonios que dan fe del decisivo papel jugado por Sussman. Por ejemplo, el de Len Downie, que en su libro The New Muckrakers: An Inside Look at America’s Investigative Reporters (1976) asegura que «fue la capacidad de Woodward y Bernstein para trabajar sin descanso y a toda máquina, en asombrosa coordinación y bajo la dirección imaginativa y constantemente teorizadora de Sussman, lo que los colocó muy por delante de todos los demás periódicos».
O el de Adrian Havil, en Deep Truth: The Lives of Bob Woodward and Carl Bernstein (1993), quien asegura que «Sussman se estaba convirtiendo en el principal apéndice de Woodstein. Se podría argumentar que el equipo fue a menudo una troika en 1972-73, con Sussman a la cabeza. Woodsteinman habría sido más exacto». O el de Max Holland, autor de Leak: Why Mark Felt Became Deep Throat (2012), donde describió a Sussman como «la pata más sólida de lo que era un triunvirato, no un dúo».
La revista Time publicó ya en 1973 que «a pesar de sus diferencias de estilo y de que sus personalidades son radicalmente distintas, Woodward y Bernstein trabajan bien juntos bajo la paternal guía de Sussman… El trabajo del trío ya ha ganado seis importantes premios».
Premios a los que The Washington Post sumó ese mismo año el Pulitzer por su labor de Servicio Público. El galardón fue para el periódico, no para los periodistas, lo que no sentó nada bien a Woodward y Bernstein. En sus memorias, el entonces director, Ben Bradlee, recuerda que «no estaban muy felices». Y que se preguntaban indignados: «¿Cómo es que el premio Pulitzer fue otorgado al periódico, en lugar de a ellos, que habían hecho la mayor parte de los reportajes?».
Antes del Watergate, Woodward y Sussman eran muy buenos amigos. Pero el ansia de fama, la atribución de méritos, acabó con su relación. Cuando el libro llegó a las librerías en 1974, ya no se hablaban. «Lo siento» –diría Woodward años después . «¿Sabes?, era la historia que tenía que contar un reportero. No la de un editor».
Por su parte, Sussman escribió su propio libro: El gran encubrimiento: Nixon y el caso Watergate. Fue alabado de forma unánime por la crítica. «El mejor trabajo hasta ahora al poner a Watergate en la perspectiva de este país». «El mejor y más lúcido desentrañamiento de Watergate». «El mejor libro para leer sobre Watergate». Pero lo que quedó en la conciencia colectiva fue Todos los hombres del presidente, probablemente por el impacto de la película.
En 1992, el propio Post definiría la omisión de Sussman como «el ejemplo más grave» de las «deficiencias» de la película. Treinta años después, cuando un reportero llamó a Sussman para preguntarle sobre Woodward y Bernstein, su respuesta no pudo ser más contundente: «No tengo nada bueno que decir sobre ninguno de ellos».
La historia de Barry Sussman cobra actualidad en un momento en que los editores de la prensa -los carpinteros en la sombra- están perdiendo notoriedad en las redacciones, cuando no desapareciendo. La tecnología ha encumbrado la figura del del periodista orquesta, multitarea, autosuficiente. El reportero investiga, escribe, hace fotos, vídeos y podcasts y se edita él mismo gracias a las milagrosas herramientas digitales.
Es cierto que el periodista ha ganado independencia al controlar el proceso entero de la noticia desde que se descubre hasta que se publica. Pero también es cierto que el periodismo atraviesa una de las más graves crisis de credibilidad. Probablemente, el haber prescindido del equipo en favor del periodista individual tenga mucho que ver. La prensa ha perdido poder desde el momento en que ha renunciado a la fuerza de la redacción. El Watergate es obra de una organización poderosa como lo era el Washington Post en los años 70. Gracias a dos reporteros brillantes -y otros muchos que les ayudaron sin alcanzar su notoriedad-, gracias a un director como Ben Bradlee, gracias a una editora como Katherine Graham, y gracias a un editor como Barry Sussman.
Durante cuarenta años, he sido editor. No tengo premios, ni he firmado exclusivas importantes. Cada vez que me quejaba de ejercer una labor gris, poco valorada, invisible, mi director siempre me repetía lo mismo: «Tu firma es la más grande de todo el periódico: la cabecera».