THE OBJECTIVE
Antonio Caño

Good bye, Lincoln

«El turismo de Washington es un turismo político, y cualquiera desinteresado por la política debe optar antes por cualquier otra ciudad de EEUU»

Opinión
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Good bye, Lincoln

Unplash

Estimulado por el éxito de algunos amigos y colegas que han escrito recientemente hermosos artículos de despedida de las ciudades extranjeras en las que vivieron hasta hace poco, me atrevo con esta pequeña loa a una ciudad de la que todos han oído hablar, pero pocos conocen, ni siquiera los que la han visitado alguna vez: Washington. Ya ven que parto en desventaja respecto a quienes evocan su paso por Roma, París o Londres, ciudades indiscutibles y arcaicas que saben agigantar sus méritos y disimular sus defectos. Ni siquiera me cabe el recurso al encanto discreto o el romanticismo de otras muchas ciudades alrededor del mundo que, por una cosa u otra, nos inspiran ternura, fantasía o, al menos, algo de curiosidad.

No, Washington es fría y demoledora, una ciudad de hierro y hormigón. Y, pese a todo, una ciudad fascinante que llevaré siempre en mi corazón. La fascinación de Washington no es evidente, desde luego. Es muy raro un flechazo a primera vista con esta ciudad. En muchas ocasiones, ni siquiera una estancia de varios años consigue que brote el amor. Pero, si uno es capaz de vencer la ristra de prejuicios que llevamos a cuestas sobre Estados Unidos, a veces creados por los propios americanos -¡cuánto daño ha hecho el cine a la imagen de este país!-, se descubrirá una ciudad hospitalaria y atractiva, que se puede disfrutar intensamente y en la que es posible obtener experiencias inolvidables.

Como con todo, lo importante son las expectativas. ¿Qué se espera al visitar Washington? ¿Un paseo agradable entre una arquitectura exquisita y locales con embrujo? ¿Una sucesión de emociones callejeras, entre gente variopinta y escenas inimaginables? No, Washington no es ese lugar. Apenas hay zonas paseables, fuera del grandioso Mall Nacional, y el personal con el que uno se cruza en el camino suele responder al molde del funcionario bien trajeado, sin florituras ni vanidades europeas.  La única diversidad en el aspecto la aportan los corredores y los homeless.

Otras ciudades del mundo permiten experiencias históricas, culturales, ecológicas, gastronómicas o religiosas. Washington no está para eso. Lo que Washington facilita es una experiencia política. El turismo de Washington es un turismo político, y cualquiera desinteresado por la política debe escuchar mi consejo y optar antes por cualquier otra ciudad de Estados Unidos porque en Washington se va a aburrir. En cambio, a quien tenga interés por la política lo puedo sentar en la mesa del restaurante Occidental en la que se resolvió la Crisis de los Misiles o el banco del Obelisco en el que, de acuerdo a la calenturienta mente de Oliver Stone, se decidió el asesinato de Kennedy.

Me explico. No es que en Washington no haya grandísimos museos, espectaculares recorridos por la naturaleza o multitud de iglesias, que los hay. También tiene su fuerte carga histórica. Sin embargo, todo está colocado como en un enorme decorado, falta autenticidad, intensidad emocional. O a mí me lo parece. También hay, sobre todo de diez años a esta parte, grandes eventos culturales y magníficos restaurantes, algunos con el sello español que le han impuesto los insuperables maestros José Andrés y Ángel Gil-Ordóñez. Por sus proezas y su música, ambos merecen por sí solos una visita a Washington. Pero tampoco voy a recomendar a nadie un viaje tan largo sólo para ver a mis amigos.

No, la vivencia en la que Washington es imbatible es la de la política. Aclaremos que, cuando hablamos de Washington, no nos referimos sólo al Distrito de Columbia, sino también al área que cubre desde el sur de Maryland, prácticamente desde Baltimore, hasta el norte de Virginia. Allí, entre pequeñas ciudades como Bethesda, Rockville, Potomac, Arlington, Alexandria, McLean…, se mueve la gente que dice vivir «en Washington», con visitas de fin de semana a Annapolis, St. Michaels o Shenandoah. No busquen en el callejero el Partenón, la Columna de Trajano o Trafalgar Square. No busquen coquetos rincones ni piedras milenarias. Lo que sí encontrarán entre las avenidas y carreteras que unen todos esos lugares es el Pentágono, el FBI, la Casa Blanca, el Capitolio, la NSA, el Tribunal Supremo… El momento cumbre de la visita turística en la que serví de guía a un amigo fue el de los pocos minutos transcurridos a 50 metros de la entrada a la sede de la CIA antes de que unos policías se acercaran para invitarnos sin cortesía a abandonar aquel lugar.

También están la tumba del presidente Washington y la casa del general Lee, el primero un héroe político de toda la nación y el segundo, todavía un héroe político de cerca de la mitad de ella. Están los monumentos a Jefferson, a Martin Luther King, el muro estremecedor con los nombres de los muertos en Vietnam, apenas un anticipo de las filas interminables de lápidas de mármol blanco que pueblan el Cementerio Nacional, donde se rinde homenaje a  los soldados caídos en tantas guerras libradas por esta nación generosa e infatigable. Y está también el barrio de Georgetown, con más política: la casa de Katharine Graham, la de Jacqueline Kennedy, las de viejos senadores y lobbistas.

De todos los lugares a recorrer, mi preferido es el monumento a Abraham Lincoln, no sólo porque ahí se rinde culto al mejor presidente de la historia de este país, sino por lo reconfortante y conmovedora que resulta la estancia a los pies de la majestuosa estatua del insigne hombre de Estado, rodeado de su eco y de sus palabras más sabias. Toda la política que sé, la he aprendido entre esos muros. Todavía, cada que vez que se asoman dudas o momentos de desconcierto, subo las escalinatas que conducen hacia Lincoln en busca de su consejo.

No sé cómo me las voy a arreglar a partir de ahora sin él. Es la primera vez en mucho tiempo que me despido de Lincoln sin saber cuándo nos volveremos a encontrar. No lo echaré de menos sólo por sus consejos. Lincoln ha sido testigo de otras muchas aventuras personales en esta ciudad que no vienen a cuento en estas páginas, pero que me marcaron para siempre. Sé que él me guardará el secreto. Aunque lo ve y lo escucha todo, sólo se expresa a través de su obra expuesta en las paredes de aquel monumento. Pero se le puede oír en todo Washington. Su leyenda retumba en toda la capital de esta gran república, corrupta y ejemplar al mismo tiempo. Mi república, mi casa.

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