THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Qué hacer con tanto libro

«La cultura en general es un espacio delimitado a la perfección por las lecturas que uno haya hecho»

Opinión
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Qué hacer con tanto libro

Gülfer ERGİN | Unsplash

Se preguntaba Aloma Rodríguez en THE OBJECTIVE qué hacer con los libros cuando ya no caben en casa y empiezan a fagocitar todos tus espacios vitales. Yo –lo he contado ya en alguna ocasión– he llegado a guardar libros entre los calzoncillos y los calcetines en los cajones de un armario. Una parte de mi biblioteca se encuentra en casa de mis padres; otra, en un apartamento de mis abuelos; otra, seguramente la menos nutrida, en mi propia casa. Tengo libros en billies de Ikea, en cajas de cartón –¡ay!–, debajo de la cama –¡ay, ay!–, encima de sillas –¡ay, ay, ay!– y, últimamente, incluso en el maletero del coche, en dos cajas destartaladas. Tengo setenta y tres –los conté esta mañana– en la mesita de noche, la mayoría empezados pero ninguno terminado. Este caos provoca alguna que otra bronca matrimonial que, por supuesto, no pasa a mayores. Cada uno es como es, tiene sus vicios y virtudes, y hay que saber elegirlos. ¡Hasta los pecados conviene escogerlos a conciencia!

La consecuencia de esta dispersión bibliófila es el caos de la memoria. ¿Dónde se encuentra tal o cual libro? Por regla general, mientras el ejemplar se guarde en una estantería, la labor de localizarlo resulta relativamente asequible. El problema radica en las cajas, que son como la cueva de Ali Babá: un lugar lleno de tesoros sorprendentes pero sin un mapa preciso de lo que vas a encontrar. En alguna ocasión, movido por una urgencia, he llegado a adquirir por segunda vez el título que necesitaba para escribir sobre uno u otro tema, al no poder permitirme la demora de localizarlo en medio de la barahúnda de libros. Una cuestión distinta es el expurgo, del que tengo una pésima experiencia. Por regla general, libro expurgado es libro que vas a necesitar en un breve plazo de tiempo. Unas veces por interés –aquello que te había interesado y luego dejado de interesar, de repente te vuelve a reclamar tu atención–, otras por trabajo. Porque, claro está, para el que escribe –sea literatura, artículos académicos o periodismo–, una biblioteca bien nutrida es fundamental. La cultura del escritor –y, realmente, la cultura en general– es un espacio delimitado a la perfección por las lecturas que uno haya hecho. Porque, en efecto, una biblioteca bien seleccionada y bien leída es la materia prima del juicio y de la sensibilidad.

Así que uno sólo expurga de mala gana y a regañadientes, sabiendo que se equivoca y que, en algún momento, se arrepentirá de la decisión tomada. Pero vivir es errar y también acertar a medias, por lo que no nos queda otra que pactar con la realidad. Y la realidad es que las bibliotecas –que fueron un invento aristocrático y burgués– necesitan de casas aristocráticas y burguesas que sólo tienen los aristócratas y los burgueses; y no las clases medias de menos de cincuenta años. Ya me entienden.

Ahora, mientras escribo esta nota, miro a la derecha y encuentro una pila con libros de Jean-Luc Marion, Natalia Ginzburg, Laurence Debray, Robert Macfarlane y un poemario de Sergio Badilla. A mi izquierda están Gabriel Ferrater, Sigrid Undset, François Mauriac y Lionel Terray. No podré leerlos todos; no, desde luego, a corto plazo. Y, sin embargo, reflejan un gusto y, de algún modo, un abanico de intereses. Quizás en el futuro tendré que expurgar alguno de ellos, aunque espero que no. Hay algo siempre doloroso en las despedidas y, al desprenderte de un libro que ha formado parte de tu biblioteca, dices también adiós a una parte de tu mundo. Incluso aunque sepa que no podré leerlos todos ni doblando la esperanza de vida.

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