La inhóspita realidad
«Es más fácil tener opiniones sobre el mundo, jugar incluso a cambiarlo, que tener un trabajo decente o una familia»
El otro día me desayuné con el tuit de una chica muy atribulada, que venía a decir que Madrid era ahora mismo el sitio más «repugnante» e «inhóspito» para vivir. No uno de los tres o cuatro, eh. ¡El que más! Luego pasé un rato intentando imaginar qué sería lo que hace ahora de Madrid un lugar tan infernal, aparte de la ola de calor -por supuesto, también politizada, faltaría más. Si comparamos con otros lugares de España, la esperanza de vida no puede ser. El mercado laboral tampoco. Ni siquiera la vivienda, y mira que está jodida la cosa: hay ciudades que están en situación parecida o incluso peor. Luego recordé que nos han cerrado los parques durante la calorina. Sin duda muy molesto. Pero el protocolo es de hace tres años, y el tuit especificaba claramente que la repugnancia es ahora. En fin, que no fui capaz de averiguarlo.
En realidad es muy posible que la repugnancia no tenga que ver con nada de esto. Ojo, no digo que no sea real. Pero tiene otro origen. Como vivimos en una fase neurótica de la política -aunque hay sobrados indicios de que mucha gente está desconectando de los ciclos enfermizos de actualidad y comentario- las opiniones y los discursos son señales o balizas personales que hablan poco o nada del mundo externo. Hemos llegado a la paradoja de que lo colectivo no sea un proyecto más o menos utópico de transformación social, sino el refugio de gente insatisfecha con su vida e incapaz de alterar su curso. Es más fácil tener opiniones sobre el mundo, jugar incluso a cambiarlo, que tener un trabajo decente o una familia.
Como en el mercado en general, los objetos de consumo en el mercado político proyectan valores e identidades más que juicios o elecciones sustanciales sobre un fin o un interés. Porque, por mucho que nos empeñemos, los objetos se siguen pareciendo demasiado en función y características. Son artefactos de representación, y nos hemos asegurado de que no sean otra cosa. En los asuntos en los que se podía haber marcado alguna diferencia en estos años -la política energética y los modos y plazos de las transición; la redistribución generacional; algunos aspectos de la política exterior y de defensa- no hubo debate o no trascendió más allá de círculos muy limitados. Lo hubo donde se podían abrir brechas políticas que apenas afectaban al «despacho ordinario de los asuntos públicos». Hasta tal punto que nos hemos habituado a hechos en teoría extraordinarios, como un gobierno que se hace oposición a sí mismo o unas administraciones que de forma sistemática exigen a los ciudadanos que rindan cuentas -o hasta les montan manifestaciones en contra. Y mientras esta comedia tenía lugar, hemos vivido protegidos de nuestras decisiones colectivas, al menos hasta que empezaron a llegar realidades robustas como la pandemia o la inflación. Un mal negocio democrático.
Me gusta recordar que en vísperas del pinchazo de la burbuja las portadas de los diarios nacionales se dedicaban a cosas como la piratería y la Ley Sinde. Tampoco cabe el optimismo sobre nuestra «conversación pública» de aquí a futuro: en los últimos años, el consejo más sólido a las familias sobre decisiones de gasto ha venido de un par de cocainómanos que salían de una comida de empresa. El mensaje no depende tanto de la expertise del emisor como del sistema de incentivos en que éste se mueve. Y en del debate público español los incentivos son claros: emitir relatos que apuntalen, o al menos no incomoden, a los poderes correspondientes. Hasta que cambie el viento y la caña se doble en la dirección opuesta. Estén atentos: quizás ya esté empezando a virar.