THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

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«Pasamos el rato entre tertulias con caras conocidas que representan papeles asignados, a menudo por los propios partidos, como si eso le importase a alguien»

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El funeral de Atahualpa, obra de Luis Montero. | Wikimedia Commons

Trabajando en política a menudo uno se siente como fray Vicente de Valverde, el dominico que le dio a Atahualpa un ejemplar del Evangelio en la plaza de Cajamarca. Como ustedes saben, el Inca miró el libro, no lo encontró de interés, lo tiró al suelo, y ahí fue la zapatiesta. También vale decir que el Inca somos los que curramos en el sector, a la vista de cómo acabó todo. Si les incomoda el ejemplo, piensen en La Pérouse y los tlingit de Alaska. O en la película La llegada. O en el tipo de conversaciones que mantiene con su perro o su gato.

Pensarán que exagero, pero ni un poquito. Es verdad que en teles y diarios hay un selecto grupo de caraduras dispuestos a convencerles de que esto es algo parecido a una ciencia exacta; o al menos de que tienen -ellos, por supuesto- comunicación telepática con el electorado, y algo parecido a precognición de sus percepciones e intenciones. La realidad es que nuestra comunicación con ese ente, el «electorado», es extraordinariamente rudimentaria -como rudimentario es el mecanismo del voto, por otra parte. Y se parece más a un diálogo para besugos o al limitado repertorio de señales que el domador le dirige a los leones.

Tomemos el ejemplo de Vox. Si ustedes atienden a la opinión publicada, radiada y televisada, las interpretaciones son prefijas y siempre dramáticas: extrema derecha o no; atentado a las libertades y derechos o garante de la más esencial libertad nacional, la de «los antiguos»; astracanada antieuropea o la Europa posible de las naciones; coartada neoliberal o la vía social de las verdaderas clases populares, las excluidas de los círculos de influencia globales. Y así hasta el infinito.

Pero la percepción real de Vox en el electorado en sentido amplio, el menos politizado, articulado y neurotizado, probablemente se aproxima más a una idea simple, clara, rotunda: la de cambio. Y ahí se cifra buena parte de la aprobación o rechazo al partido verde. Ahí se cifra la actitud de entrada ante lo que Vox ofrece; incluso de manera previa a la consideración de si es un cambio «hacia delante» o «hacia atrás» -suponiendo que tenga algún sentido hablar de tal cosa. Y las «formas», los tonos y las fórmulas más o menos groseras con las que se expresan sólo subrayan -para esa difusa opinión pública- el compromiso, el commitment en politologués, hacia la idea de cambio; en la medida en que ellos son otra cosa. Es ocioso traer otra vez el ejemplo de Trump o el primer Podemos. En esas condiciones, tanto da Venezuela o matar señoras ancianas en la Quinta Avenida.

Esta callada aceptación de que nuestros mecanismos, no ya de manipular o de dirigir a los votantes, sino sencillamente de comunicarnos con ellos, son irremediablemente ineficientes tiene implicaciones para mi profesión (obvio); pero también para la práctica y la teoría de la democracia (no menos obvio). Y para el circo que en torno a la política y los medios de comunicación hemos montado en estos años. Pasamos el rato entre tertulias con diez o doce caras conocidas que representan papeles asignados, a menudo por los propios partidos, como si eso le importase a alguien. Publicamos columnas -esta misma- que sólo leemos, compartimos y celebramos -o censuramos- entre nosotros. Y todo es muy importante, todo es crucial. ¡Nos jugamos la democracia liberal! Y al otro lado de la línea no hay nadie.

Por eso los discursos oficiales de la penúltima hora tienen a estas alturas más o menos la misma vitalidad que las defensas a machamartillo del orden del 78; a la espera de ser sustituidos por otros discursos de consumo rápido sin contacto con el magma de la opinión pública real. El otro día, junto a una piscina, me explicaba un demóscopo de prestigio el porcentaje de votantes socialistas que comulgan con el actual feminismo oficialista. Hagan apuestas, pero no se vengan arriba; en la otra orilla pensábamos que pactar con golpistas y abertzales iba a hacer desaparecer al PSOE, y ahí está el PSOE y nosotros. Y el elector, ese animalito, intocado.

Les dejo una última reflexión, ahora que se habla de libros de texto y de memoria: en un mundo en que los intermediarios pintan lo que les describo, y en el que no hay ni mecanismos de mediación ni cuerpos respetados que cumplan esa función, imaginen el futuro de programas basados en imponer doctrinas concretas sobre un tema u otro desde la oficialidad.

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