La memoria editorial
«A Concha Méndez se la quiso relegar al plano de segundona de su marido, Altolaguirre»
La muerte, el pasado mes de febrero, de Juan Pérez de Ayala, me conmocionó tanto que he tardado algún tiempo en asimilarla, hasta que el otro día recuperé una misiva que me mandó sólo pocos meses antes de su muerte. En lo que yo interpreto como sus últimos momentos felices en esta tierra, me contaba cómo, tras tantos sufrimientos, por fin había conseguido un refugio para su enfermedad en las afueras de Madrid, donde era tratado con mimo y podía disfrutar de tranquilidad y bienestar. Era el preludio de un pronto regreso a la realidad con unas sesiones ineludibles de quimioterapia y el fin consiguiente que nos ha llenado de tristeza a todos los que le conocimos y disfrutamos su generosidad intelectual y su bondadosa amistad.
Personalmente le debo muchas cosas. Para empezar su existencia y sus conocimientos muy centrados en el arte (fue comisario de muchas y valiosas exposiciones), su conocimiento de los poetas más minoritarios del 27, su trato continuado con los intelectuales mexicanos y del exilio español, así como su incansable labor de difusión de la obra de su abuelo, el gran Ramón Pérez de Ayala. Cuando trabajamos juntos Juan siempre acertaba y nunca perdía los nervios por muy cerca que estuviera la inauguración de aquello en lo que nos ocupábamos. Estoy hablando de mediados de los ochenta, estoy hablando de una colaboración conjunta entre un ramillete de excepcionalidades ―todos, o casi todos muertos ahora― como Gonzalo Armero, Diego Lara, José Miguel Ullán, Paco Calvo Serraller, y ahora él mismo. Estoy hablando de Europalia 85, de la que posiblemente muchos de los que esto leen poco o nada saben.
Pero lo mejor fue nuestra amistad. Él no tenía reparo alguno en aconsejar y poner en contacto a las personas adecuadas para conseguir el efecto deseado, sin protagonismo alguno por su parte. Y así fue como, gracias a él, puedo afirmar que una de las cosas de las que más contenta estoy de mi labor como editora fue cuando en 1990 tuve que encargarme de la publicación de las memorias. de Concha Méndez, Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas (Mondadori, 1990, publicada ahora en 2018 en Renacimiento, Biblioteca del Exilio). Era un libro muy singular porque no había sido escrito directamente por ella, sino por su nieta, Paloma Ulacia Altolaguirre, quien efectivamente armó el material de la memoria viva que Concha iba desgranando oralmente desde su casa de Coyoacán, en México, aquella misma casa donde se quedó sola durante tantos años, después de que el también poeta, Manuel Altolaguirre, la abandonara por una bellísima señora cubana, María Luisa Gómez Mena, junto a la que murió poco después en España, en un accidente de automóvil, cuando volvían del festival de cine de San Sebastián de 1952. Aquella misma casa donde murió Luis Cernuda, el amigo fiel, que se quedó a vivir con ella y a engrosar el mito, la leyenda dorada, de aquellos años llenos de luces y sombras.
Las memorias de Concha Méndez fueron una verdadera revelación o al menos debieron serlo, tal y como me aseguraba Juan que ocurriría cuando me puso en contacto con los Ulacia Altolaguirre, de lo que yo estaba convencida. Pero la recepción crítica del momento fue tan escasa como pusilánime y casi nadie supo apreciar los horizontes que abría ese extraordinario testimonio en el estudio de la generación del 27. Para empezar porque pusieron de manifiesto la existencia, mal conocida y peor documentada, de una serie de mujeres que tuvieron una actitud rompedora en la sociedad de su tiempo y que desarrollaron una actividad constante y destacada como escritoras, pintoras y filósofas, a las que se les escamoteó su protagonismo en la gestación y floración de dicha generación, una vez aceptada, hace ya tiempo, la hipótesis de su efectiva existencia como tal.
Respecto a Concha Méndez, voz singularísima en poesía, la tradición quiso relegarla al plano de segundona de su marido, Manuel Altolaguirre, minimizando su activo papel de impresora, dramaturga o guionista de cine e incluso su indiscutible entidad como poeta. Concha fue una joven arriscada, campeona de natación, gimnasta, novia secreta durante muchos años de Luis Buñuel porque él la mantenía alejada de sus amigos hasta que ella se rebeló y se presentó sola en la Residencia de Estudiantes. Muy joven se marchó de casa, a la aventura, cruzando océanos sólo por el placer de conocer mundo y cambiar de aires. Cuando su madre la descubrió con las maletas hechas y la preguntó dónde iba, ella contestó: «A Estocolmo», a lo que su madre replicó: «¡Esto es el colmo! Pero ella y su amiga de correrías, Maruja Mallo, pintora de la que Juan era un especialista, son mucho más que un puñado de divertidas anécdotas de aquellas alegres muchachas del 27, conocidas como «Las sin sombrero». Ni sus vidas ni sus obras pueden quedar limitadas a eso, como tampoco Dalí y Lorca son conocidos tan sólo por Los putrefactos.
Además de a la propia Concha Méndez y a Maruja Mallo, me refiero a Ernestina de Champourcín, Rosa Chacel, María Zambrano, Consuelo Berges, Carmen Baroja, Zenbobia Camprubí y todas esas mujeres del Lyceum Club (a algunas de las cuales Méndez, que no se mordía la lengua, llamaba «las maridas de sus maridos») que lucharon por una sociedad más abierta y a las que, por muy ridículas que nos puedan resultar a toro pasado algunas de sus manifestaciones, no se puede ni mucho menos calificar de tontas ni de locas como cuentan que hizo Jacinto Benavente cuando rechazó una invitación de estas mujeres sabias para dar una conferencia («Yo no doy conferencias a tontas y locas»). Algunas llegaron a obtener un alto grado de reconocimiento en sus respectivos campos, como ocurrió con la filósofa María Zambrano o Rosa Chacel, pero a sus admiradores les costó bastante que se las incluyera en esa generación del 27 a la que tenían tanto derecho como sus colegas varones.
A todos los que lo hicieron posible, en particular a Juan y a José Miguel, les debo muchos de los contactos que forman ahora parte de mi memoria escrita y hablada, unidos indeleblemente a la de ellos, a quienes nunca podré olvidar.