Las claves después de 40 años
«En ninguna de ‘Las Claves’ se levantó nunca nadie antes de que concluyera el debate»
Hacía escasos dos años que se habían producido las últimas ejecuciones en España, en los estertores del franquismo, y algo menos de cuarenta desde que terminara la guerra civil. El 12 de noviembre de 1977, un sábado más, calculo que sobre las 9 o 9 y media de la noche, daba comienzo La Clave. La sintonía de Carmelo Bernaola, cautivadora, misteriosa, convocaba a muchas familias españolas todavía a mitad de cena. Los invitados en torno a aquél joven abogado que ejercía de periodista, José Luis Balbín, charlaban animadamente antes de tomar asiento en un set sobrio, enfrentados sin mobiliario de por medio con una distancia que al espectador se le hacía cercana. En algún lugar he leído o escuchado que en un exitoso programa de «debate político» que también se emite los sábados, la pretensión es exactamente la contraria: alejar a los discutidores para incrementar la sensación de enfrentamiento visceral y probablemente el volumen del griterío. Más allá de ese trampantojo espacial, entre La Clave y La Sexta Noche hay una distancia semejante a la que media entre las Suites de cello de Bach y La salchipapa de Leticia Sabater.
Aquella noche de noviembre del 77 el tema era la pena de muerte y se había invitado, entre otros, a Juan Antonio Cabezas Canteli, un represaliado del franquismo (no «franquista» como diría Yolanda Díaz), encarcelado desde 1937 y cuya pena capital fue conmutada en 1941; al magistrado Gregorio García Ancos, que revelaba a las primeras de cambio que había tenido que firmar una sentencia de muerte en aplicación del Derecho entonces vigente y a un dominico francés que se mostraba partidario de ejecutar a quienes habían cometido crímenes tan espantosos como los que él había conocido tras la conclusión de la segunda guerra mundial.
La Clave comenzó su andadura en los albores de 1976 con un programa dedicado al juego. Apenas dos meses después se debatió sobre «campos de internamiento», un coloquio en el que el hijo de Rudolf Hess se dedicó, como era previsible, a defender a su padre, lugarteniente de Hitler. Mariano Aguilar Navarro, el ilustre ius-internacionalista cuyo hijo había sido encarcelado por antifranquista, le escuchaba con atención. También Ricardo de la Cierva, alto cargo en los postreros gobiernos de Franco. Las drogas, la guerra atómica, la figura de Jesucristo, el divorcio, la institución carcelaria y «manicomial» –como se decía entonces-, el compromiso de los intelectuales, la homosexualidad, los toros, el exilio, el boxeo, los milagros, la OTAN, la eutanasia…
En La Clave discutieron Fraga y Arzalluz sobre nacionalidades; Olvido Gara (Alaska) y Juan Sierra y Gil de la Cuesta, exprocurador franquista y ex consejero nacional de educación, sobre buenos modales; Carrillo y Henri-Levy sobre marxismo y eurocomunismo; Ian Gibson, Luis Rosales y César Torres Martínez (exgobernador civil de Granada con la República en el momento en el que estalla la guerra civil) sobre la muerte de Lorca; Mónica Plaza de Prado, ex consejera nacional del movimiento, ex procuradora de las Cortes franquistas y mano derecha de Pilar Primo de Rivera con Gregorio Peces-Barba del Brío, ex fiscal de la República, padre del que entonces presidía las Cortes, y Pedro Pérez Ranz, también represaliado, sobre la significación del Valle de los Caídos, lugar en el que tanto Pérez Ranz como Peces-Barba habían cumplido trabajos forzosos.
Así durante casi 10 años, hasta que llegaron los primeros indicios de desvío del poder –del PSOE- que motivaron la censura de Alonso Puerta, exconcejal del PSOE que había denunciado la corrupción en la tasa de basuras del Ayuntamiento de Madrid, y un muy incómodo debate sobre la permanencia de España en la OTAN. José María Calviño, director de RTVE bajo el gobierno de Felipe González, clausuró el programa definitivamente, aunque luego tuvo una corta vida en Antena3.
En estos días en los que se rememora La Clave a propósito del fallecimiento de Balbín, hay quien ha apuntado la escasa presencia de mujeres en aquellos debates. Son los mismos que, frente a toda lógica de primer orden, insisten en que las mujeres no han ocupado puestos ni cargos de relevancia hasta hoy mismo, si me apuran, cuando han llegado ellos a coger el timón, el BOE, las políticas públicas y a enmendar el «régimen del 78».
Algo de más de cuarenta años después de aquél debate sobre la pena de muerte en noviembre del 77, este escribiente servidor suyo fue invitado a un coloquio sobre «Las nuevas identidades de género y orientaciones sexuales» en un programa que se retransmite en youtube, de nombre, espíritu y formato suficiente e indisimuladamente evocador: La clave cultural. Era el segundo de la serie.
En la inauguración, sobre la pandemia del COVID, al poco tiempo de arrancar la emisión se levantaron y marcharon del coloquio la exministra de Sanidad María Luisa Carcedo y el Doctor Manuel Martínez Selles, presidente del colegio de médicos de Madrid, pues consideraban intolerables las, para ellos, patrañas científicas que otros invitados estaban difundiendo. Yo participé en el segundo de los programas, y, en el momento en el que se discutía sobre la participación de personas trans en las competiciones deportivas, una mujer trans con la que compartía coloquio se levantó y marchó del estudio muy dolida y ofendida por mis consideraciones sobre la realidad del dimorfismo sexual.
No quiero hacer categoría de las anécdotas, ni, parafraseando la manida sentencia, proclamar que cualquier programa de la televisión pasada fue mejor, pero sí recomendar con carácter general que visiten el archivo de RTVE o buceen en youtube y me hagan el favor de falsar mi hipótesis de que en ninguna de Las Claves se levantó nunca nadie antes de que concluyera el debate. Y mira que, por un poner, tuvo que aguantar el obispo de Badajoz ante las acometidas de Gustavo Bueno en un debate sobre «La España católica».
Háganme el favor y así de paso escuchan un rato a un joven, pero ya rutilante, Savater, al insigne científico Juan Oró, a un brillante Rodríguez de Miñón o a una lúcida Pilar Miró – mujeres hubo y bien articuladas– que retó a los invitados a que trazaran con nitidez la frontera entre erotismo y pornografía en un programa de título «Erótica»: los retados eran tanto caballeros erotómanos que se la cogían con papel de fumar cuanto algún pacato alarmado por la profusión de imágenes porno en los quioscos. ¿Les suena?
Ese picoteo «renta», como dicen ahora los de la generación Z.