Moreno, Ayuso y la reinvención del PP
«En tiempos revueltos, la sensatez democrática es revolucionaria»
Es sabido que las creencias políticas de las elites partidarias son más acentuadas que las de quienes les votan. Dicho de otro modo, los votantes suelen ser más sosegados –y sensatos– que los votados. La norma será ecuménica: vale a la izquierda y a la derecha, abrazando radicales y moderados a partes iguales. Esto significa que los partidos no son el simple resultado de divisiones de antaño, enquistadas en el tejido social, sino vehículos a través de los cuales los ciudadanos exprimimos ideas y aspiraciones, unas firmes, otras coyunturales.
Imperará en los electores una suerte de inercia, que define la RAE como la propiedad de los cuerpos de mantener su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza. Viéndolo bien, es precisamente lo que hacen las fuerzas partidarias: lograr el fiel reposo de los suyos, instigar movimiento en los indolentes y, siendo posible, mover a su casilla quienes se encuentran reposando en otras. Atinó Camilo José Cela al escribir que los políticos son meros canalizadores de la inercia histórica.
Es cierto que sosiego e inercia suenan a exotismo en un contexto europeo donde la decadencia de los partidos tradicionales va de la mano del ascenso de nuevas formaciones, la mayoría de tintes radicales. Pero, porque el cambio es más seductor que la continuidad, acaso hayamos caído en la tentación de enfoque excesivo en la novedad disruptiva, ignorando la relativa estabilidad de los sistemas de partidos en Europa Occidental desde el final de la II Guerra Mundial.
Esta es una de las premisas de Catherine De Vries y Sara Hobolt en su análisis sobre el éxito de los nuevos partidos en el libro Political entrepreneurs: The rise of challenger parties in Europe (Princeton University Press, 2020). Las investigadoras buscan explicar a la vez cambio y continuidad desde una mirada inspirada por teorías de competición entre organizaciones industriales: el espacio político funciona como un oligopolio en el cual predominan partidos instalados; cuando ese oligopolio se debilita, los partidos tradicionales intentan salvaguardar su poder, esforzándose por dominar su redil electoral, mientras que los nuevos partidos, designados emprendedores, apuestan en la disrupción del mercado mediante innovaciones como la introducción de nuevos temas en la agenda y las retóricas antisistema envueltas en adanismo. El día de mañana se decidirá entonces del choque entre dominación e innovación.
De Vries y Hobolt trazan tres escenarios posibles para el futuro: fragmentación; reemplazo y reinvención. La fragmentación consiste en la difusión del poder en el mercado político, lo que genera inestabilidad, dificultando la formación de gobiernos. El reemplazo certifica el éxito de las estrategias de innovación, saliendo el viejo y entrando el nuevo. Por último, la reinvención resulta de la capacidad de los partidos tradicionales para transformarse en la medida de lo necesario y sobrevivir a la amenaza presentada por los emprendedores.
España vivirá en fragmentación. El reemplazo parece utópico. Pero la reinvención promete mucho desde el pasado domingo, por lo menos a la derecha. El Partido Popular parece haber cuadrado el círculo: siendo un partido tradicional, se reinventó; pero la reinvención se estriba en un retorno firme a los principios en los que se funda la Constitución. Dicho sea de paso, sacó provecho de la conducta emprendedora del actual PSOE (aquí es donde De Vries y Hobolt tropiezan, ya que consideran a Pedro Sánchez autor de la reviviscencia socialista, incapaces de entender su rol como facilitador de nacionalismos y radicalismos, un comportamiento incongruente con la tradición socialdemócrata).
Primero, el PP vio al electorado como un conjunto de personas diferentes, aunque iguales en su condición de ciudadanos, y no como múltiples colectivos enfrentados por criterio de origen, idioma, religión, etnia, sexo, orientación sexual o condición económica. Segundo, en vez de imponer modos de vida basados en ideas políticas, sometió la ideología a las necesidades y anhelos de la población. Tercero, fue capaz de convencer al electorado de los méritos tangibles de su programa, es decir, que su gobernación mejorará el día a día de quienes viven en el territorio –percepción creíble ante los buenos resultados económicos-. Finalmente, permitió que los electores vislumbrasen un modelo de gobierno alternativo al que se encuentra vigente en España. En una frase, tomó cartas y convirtió el maltratado espíritu constitucional en algo útil a los electores. Merece la pena regresar a los lugares donde fuimos felices.
En todo esto, Juanma Moreno e Isabel Díaz Ayuso se parecen mucho. Y en todo esto, el PP andaluz dista de la alternativa presentada por Pedro Sánchez: su acuerdo con VOX a lo largo de la última legislatura no solo no perturbó el rumbo tradicional de sus políticas públicas, ancladas en el centro-derecha liberal, como no introdujo cualquier alteración – ni siquiera la más mínima vulneración – en las instituciones.
Reconozco que la victoria se hizo en parte a costa de Ciudadanos, una bisagra con virtudes muy interesantes para el sistema, pero un partido que, con poco para dominar, fue incapaz de aseverar la relevancia de sus innovaciones. Puede que venga a desaparecer como proyecto partidario, aunque dudo que prescriba como espacio político.
Sea como fuere, el PP remitió la sobrexcitada alerta antifascista a su condición de anacronismo y, arriesgo, impuso al mismo tiempo un techo al crecimiento a VOX. Al mostrarse útil, quitó valor a las propuestas de cambio abrupto y estructural, debilitando adversarios a su derecha y a su izquierda. En definitiva, supo canalizar la inercia de una sociedad cuya serenidad pragmática contrasta con el ímpetu transformador de los emprendedores. En tiempos revueltos, la sensatez democrática es revolucionaria.