Gustavo Petro y el beso de la princesa
«Un Petro conciliador y moderado está tomando forma en las fantasías de muchos de sus nuevos seguidores, y esto, aunque engañoso, también tiene algo positivo»
Las recientes elecciones presidenciales en Colombia han llevado al poder, por primera vez en su historia, a un candidato antiestabishment, representante de una izquierda nacional popular. El camino no fue nada fácil. Colombia padeció una campaña ciclotímica en la que uno de los dos finalistas, Petro, prometía con prosopopeya cambiar la historia de Colombia y liderar a la humanidad hacia la salvación climática, mientras el otro, Rodolfo Hernández, hacía payasadas en TikTok. El alma colombiana estaba dividida. ¿Un mesías o un viejito tiktokero? ¿Un caudillo convencido de la genialidad de sus ocurrencias o un millonario aferrado a un par de consignas vacuas? En efecto, una decisión imposible. A veces es preferible la banalidad a la afectación, el vacío al trascendentalismo, el dadaísmo al comunismo, pero también es cierto que la ética y la estética desaniman a votar por un candidato con la rigurosidad intelectual de un meme.
El resultado final, lo sabemos, fue una votación masiva y un triunfo de Petro ejemplarmente reconocido por el país entero. Él, que llevaba semanas poniendo en duda la transparencia de las elecciones y generando un entorno de suspicacia que, de haber perdido, habría levantado a sus seguidores, era la prueba evidente que muchas cosas siguen funcionando en Colombia. El país optaba por la esperanza grandilocuente sobre la improvisación desfachatada, y la previsible jornada de disturbios acababa en fiesta. Casi al mismo tiempo ocurría algo sorprendente. Petro dejaba de ser un populista radical y adquiría el perfil de un estadista. El verdadero beso de la princesa que transformaba al sapo en príncipe, resultó ser una presidencia.
Bajo el efecto del poder, todo se ve distinto. Un Petro conciliador y moderado está tomando forma en las fantasías de muchos de sus nuevos seguidores, y esto, aunque engañoso, también tiene algo positivo. Las cosas se están moviendo a gran velocidad en Colombia. Lógico. Si quiere cambiar la historia y salvar a la humanidad, Petro debe darse prisa: solo tiene cuatro años. Ya habló con Joe Biden para naturalizar su triunfo y dar continuidad a las relaciones con Estados Unidos, lo cual es bueno, pero también empezó a dar órdenes a la Fiscalía, a los alcaldes y hasta al propio Duque, lo cual es malo. Lo que sí parece provechoso es que esta euforia y esta esperanza han unido a mucha gente, de muy diversos sectores e inclinaciones políticas, en un mismo intento de forjar acuerdos nacionales. Alejandro Gaviria, exrector de la Universidad de los Andes y un intelectual alejado de todo extremismo, está liderando encuentros con exmiembros de las Cortes, exministros, militares, deportistas, empresarios y otros sectores, con el fin de crear un clima de confianza. Petro es muy consciente de que necesita acercarse a quienes no lo votaron y desconfían de él, porque de otra forma el país puede hacérsele ingobernable. Hasta logró un pacto con el Partido Liberal que le daría mayoría en el Congreso. Sin mucho esfuerzo; solo tuvo que ofrecerles cargos públicos. La nueva política también inventa el agua tibia.
Petro está allanando el terreno con alianzas de aquí y de allá, porque cuando se posesione tendrá que enfrentarse a la realidad. Y la realidad se presenta hoy con el rostro más feo imaginable. No sólo el de la violencia y la pobreza, sino el de una crisis inflacionaria global. Colombia es uno de los pocos países latinoamericanos que no ha suicidado su moneda con medidas populistas, y por eso Petro horrorizó en campaña con propuestas teñidas del más desencaminado peronismo. Ojalá Gaviria y sus nuevas adherencias blinden su programa contra esas tentaciones.
A día de hoy, con el viento a favor, Petro tiene una gran oportunidad. Si no se equivoca en el manejo económico, por un lado, y si logra deslegitimar el uso de la violencia en política, reconducir el proceso de paz y apremiar a la guerrilla del ELN para que deje su delirio sanguinario, por otro, no sólo demostrará haberse moderado. También podría tener un gobierno de izquierdas exitoso. Hasta que eso no ocurra, sin embargo, lo más sensato es mantener los ojos bien abiertos, libres de espejismos y entusiasmos. A los presidentes es mejor verlos como batracios encandilados consigo mismos, y esperar más bien a que sus actos, no el resplandor embellecedor del poder, los convierta en príncipes azules.