El rublo va ganando su guerra
«Invertir en moneda rusa constituye en este muy preciso instante la mejor y más rentable elección posible»
Contra todo pronóstico, el rublo va ganando la guerra. No querer verlo supone negarse a mirar de cara a la realidad. Y es que cuanto acontece con la cotización en los mercados de la moneda de Putin resulta simplemente asombroso. Porque se suponía que las durísimas (en teoría) sanciones impuestas por Occidente a Rusia tendrían que haber forzado ya el colapso súbito de su economía y, corolario necesario e inmediato de ello, el paralelo derrumbe por los suelos de su divisa nacional. Así las cosas, el rublo debiera ser a estas horas un compañero de fatigas del bolívar venezolano o del peso argentino en los cubos de basura de todas las casas de cambio del mundo.
Bien al contrario, invertir en moneda rusa constituye en este muy preciso instante la mejor y más rentable elección posible a ojos de cualquier arbitrista profesional en los mercados monetarios internacionales. La mejor, sin duda ¿Cómo demonios entenderlo? Una posible explicación requiere colocarse alguna venda opaca fuertemente atada en torno a los ojos y, acto seguido, comenzar a exponer que el precio de cualquier cosa, incluidos los billetes al portador emitidos por los bancos centrales, depende de la oferta y de la demanda. Y que, en lógica consecuencia, si Putin prohibiera a los rusos vender rublos a cambio de dólares o de euros, algo que en efecto ha hecho, la escasez políticamente provocada provocaría una subida «artificial» de su precio en relación a las divisas norteamericana y europea.
¿Por qué Erdogan y Fernández no han podido, pero Putin sí? […] La industria de Alemania – y las del resto de la Unión Europea- no depende para seguir abriendo la persiana todas las mañanas ni de Argentina ni de Turquía
Bien, quitémonos ahora, aunque solo sea por un momento, esa venda tan tranquilizadora. Porque si la explicación al misterio de la escalada imparable del rublo resultase ser así de simple, ¿a qué atribuir entonces el que no haya ocurrido lo mismo con el peso argentino o con la lira turca? Hablamos de dos países, Argentina y Turquía, cuyos gobiernos respectivos han adoptado medidas muy similares, prácticamente idénticas de facto, a las emprendidas por Rusia con el propósito de defender la cotización de sus respectivas monedas, pero cuya eficacia práctica a fin de evitar los desplomes ha resultado ser nula. ¿Por qué Erdogan y Fernández no han podido, pero Putin sí? Pues por una razón obvia, a saber: porque la industria de Alemania – y las del resto de la Unión Europea- no depende para seguir abriendo la persiana todas las mañanas ni de Argentina ni de Turquía.
Ocurre que es imposible, definitivamente imposible, para el hemisferio occidental de Europa renunciar de grado al gas y petróleo rusos. Y puesto que es imposible, no sólo se lo seguimos comprando, sino que también concedemos abonar el precio en rublos, tal como ellos nos exigen. ¿Cómo iba a andar tan disparada la cotización del rublo si no fuera porque todo el mundo le está pagando en su propia moneda a Putin a cambio de un suministro de energía básica irrenunciable, cueste lo que cueste? Rusia, y desde que el primero de sus soldados pisó suelo ucraniano, exporta muchos menos productos básicos a Occidente que antes, cierto, pero es que los que exporta nos los cobran mucho más caros que antes. ¿El resultado neto para ellos? Muy simple, tan simple como desolador: han salido ganando. Algo que la cotización de su divisa solo se limita a certificar.
Al tiempo, eso mismo, gas y petróleo más caros en rublos, significa más inflación en Europa, inflación directamente ideada, producida, empaquetada y exportada desde los despachos del Kremlin. Putin, al que íbamos a castigar con tanta dureza, posee ahora mismo una superávit envidiable e históricamente alto en su balanza comercial, una moneda muy fuerte (asunto que no le supone ningún problema interno ya que exporta materias primas y apenas bienes de consumo cuyos incrementos de precios en el mercado exterior debiesen inquietarle) y una expectativa de caída del PIB anual que, pese a resultar alta, ronda lejos de augurar un derrumbe de su escultura económica. Y no querer verlo, decíamos ahí arriba, es no querer ver la realidad.