Las guerras climáticas (II): el Acuerdo de París
«Resulta llamativo cómo la práctica totalidad de los líderes mundiales firman un documento cuyo objetivo no depende necesariamente de sus acciones»
Como comentaba hace unas semanas en el primer episodio de esta saga sobre el cambio climático, existe un enorme consenso científico sobre que:
- La Tierra lleva algo más de un siglo calentándose, de manera particularmente rápida desde mediados de los años 70 del siglo pasado.
- El responsable principal (si no el único) de ese calentamiento es el incremento de gases de efecto invernadero en la atmósfera causado por la acción humana.
No hay consenso sobre nada más.
Ni sobre cuánto calentamiento causará un determinado incremento de la concentración de esos gases (unos modelos climáticos ‘predicen’ más del triple que otros), ni sobre cuáles serán los efectos de ese calentamiento en el cambio de clima (se predice el signo probable de determinadas tendencias, pero se hace con un grado de certidumbre muy lejano al 100%, especialmente cuando se trata de predecir esos cambios por regiones y países, y con aún menor seguridad en términos cuantitativos), ni por lo tanto sobre qué efectos netos tendrá ese cambio del clima sobre el ser humano y su economía. Evidentemente, no provocará los mismos efectos un calentamiento de dos grados que uno de cuatro, ni los mismos daños uno de tres si aumenta la intensidad y frecuencia de los huracanes un 15% que si lo hace un 60%, ni si lo hace en zonas densamente pobladas o en zonas deshabitadas. Por tanto, parecería intuitivo que tampoco debería de existir ningún tipo de consenso sobre si procedería tomar acciones de reducción de emisiones o de adaptación a dichos cambios y, en caso de proceder, cuáles deberían ser estas, en qué cuantía y con qué calendario deberían aplicarse, en función de la urgencia.
Pese a ello, la inmensa mayor parte de los países del mundo suscribieron en 2015-2016 el Acuerdo de París. Mediante la firma de dicho tratado se comprometen (el Acuerdo tiene carácter vinculante) a que el incremento de temperatura global sobre la denominada «temperatura preindustrial», definida como la que existía durante la segunda mitad del siglo XIX (‘casualmente’ bastante baja en términos históricos), quede sensiblemente por debajo de los dos grados centígrados, y a hacer todo lo posible para que ni siquiera supere 1,5 grados.
Resulta importante resaltar que esos valores se escogieron arbitrariamente. Es decir, esos límites no se establecieron porque al superarse los dos grados se sobrepasen ciertos «puntos de no retorno» y el clima se vuelva mucho más agresivo que a los 1,9, ni porque los daños económicos vayan a ser muy superiores al sobrepasar ese listón. Sí se admite que, a mayor calentamiento, mayores impactos (aunque en términos económicos, muy pequeños según la estimación del IPCC). Simplemente creo (esto es opinión mía) que se buscaba una cifra no tan alta que pudiera permitir ‘relajaciones’ en los esfuerzos de reducción de emisiones, ni tan baja que algunos estados y ciudadanos pudieran pensar que ya era inalcanzable.
Cuando se firmó el Acuerdo de París en diciembre de 2015 (aunque la mayor parte de los países se incorporaron en 2016) la subida de la temperatura global respecto a 1880 era aproximadamente 1,2 grados. Hoy, por cierto, estamos en un nivel similar, tras casi siete años en los que la temperatura global no ha aumentado, si es que no ha disminuido levemente (aunque esto no ocupa noticias de portada, y no implica que el calentamiento global haya cesado o que ni siquiera se haya ralentizado, en términos de largo plazo). Por lo tanto, el compromiso dejaba algo menos de un grado centígrado como margen de incremento de temperatura.
Fig. 1: Anomalía de la temperatura global según GISTEMP (NASA) respecto al periodo 1951-1980
Lo primero que resulta llamativo es cómo la práctica totalidad de los líderes mundiales firman un documento cuyo objetivo no depende necesariamente de sus acciones: es evidente que, al menos en teoría, los países pueden comprometerse a dejar de quemar combustibles fósiles y a eliminar sus actividades ganaderas en ‘x’ años, por ejemplo. Pero, ¿y si eso no fuera suficiente? ¿Y si la sensibilidad climática al CO2 fuera la que estiman los modelos más extremos? En ese caso, y pese a ese esfuerzo de reducción, se habría rebasado casi con certeza el límite de dos grados y, por tanto, no se habría alcanzado el objetivo del Acuerdo.
El mundo consumió en 2021 unos 595 exajulios de energía primaria, equivalentes a algo más de 14.200 millones de tep (toneladas equivalentes de petróleo), o a unos 165.300 TWh (Teravatio-hora, unidad equivalente a 1.000 millones de KWh).
De ellos, unos 490 exajulios fueron de energía fósil, equivalentes a unos 11.700 millones de tep, o a unos 136.000 TWh. Es decir, el 82% de la energía primaria que utilizamos es de origen fósil.
Hagamos un sencillo ejercicio. Imaginemos que somos capaces durante las próximas décadas de electrificar toda nuestra economía: la industria, el transporte, la calefacción, etc. Todo eléctrico. E imaginemos que todo el combustible fósil actual lo reemplazamos por instalaciones de generación eléctrica que no emitan CO2. Algunos me diréis, con razón, que si toda la energía primaria utilizada fuera eléctrica, particularmente de fuentes renovables, la cantidad necesaria sería menor que la actual energía primaria fósil. Pero como este es un ejercicio ‘de juguete’, no tendremos en cuenta ese efecto y, para equilibrar el terreno de juego, tampoco consideraremos que la población mundial aún crecerá al menos un 10-15% durante las próximas décadas y que el mundo en desarrollo previsiblemente aumentará de manera importante su consumo de energía primaria y final (o eso espero por su bien). Lo comido por lo servido.
Hagamos primero el ejercicio para los fans de la energía nuclear. ¿Cuántos reactores nucleares de 1GW de potencia (algo bastante estándar) serían necesarios?
Pues teniendo en cuenta que una de las grandes ventajas de la energía nuclear es que está funcionando un alto porcentaje del tiempo (alrededor del 90%), y que el año tiene 8.760 horas, cada reactor nuclear generará en teoría unos 8TWh. Es decir, necesitaremos aproximadamente 17.000 reactores nucleares de 1 GW de potencia (136.000/8) para sustituir nuestro consumo actual de energía fósil por energía nuclear. Para que nos hagamos una idea, hay hoy en el mundo una potencia nuclear instalada de algo menos de 400 GW. Tendríamos que multiplicarla por más de 40. ¿El coste? Todo es discutible, pero si asumimos unos 5.000 millones de euros por reactor de 1 GW para este ejercicio de servilleta, estaríamos hablando de una inversión de 85 billones de euros, cercana en orden de magnitud al PIB anual global. Asumiendo, claro está, que haya suficiente material radiactivo fisible en el mundo para alimentarlas a un coste similar al actual.
Para que nadie se me enfade, haremos también el ejercicio con las principales energías renovables ‘modernas’: solar, fotovoltaica y eólica. Y como soy buena gente, voy a olvidarme de momento de que si solo instalásemos molinos eólicos y/o paneles fotovoltaicos no seríamos capaces de garantizar el suministro eléctrico: es decir, que no seríamos capaces de conseguir que siempre que apretásemos el interruptor funcionara la luz.
En un país como España, las horas equivalentes de funcionamiento de la energía solar fotovoltaica son sensiblemente inferiores a 2.000. Y es un país con buenas condiciones para generar electricidad procedente del sol. Si asumimos, por ejemplo, 1.600 para la media mundial, necesitaríamos alrededor de 85.000 GW de potencia fotovoltaica instalada en todo el mundo. Hoy hay alrededor de 1.000 GW instalados por todo el planeta, por lo que sería necesario multiplicar por 85 el actual parque. Se espera que durante 2022 continúe el crecimiento acelerado de nuevas instalaciones, superándose los 200 GW por primera vez. A ese ritmo, tardaríamos… más de cuatro siglos en conseguirlo. ¿El coste? A precios de hoy (históricamente ha descendido mucho pero durante 2021 y el principio de 2022 está subiendo), esos 85.000 GW costarían aproximadamente 80 billones de euros. De nuevo, una cifra de magnitud parecida al PIB global (sin tener en cuenta los costes adicionales para almacenamiento eléctrico que serían necesarios para garantizar el suministro).
«Descarbonizar el planeta puede representar una inversión del mismo orden de magnitud al 100% del PIB mundial»
Las horas equivalentes de la energía eólica varían bastante según la ubicación, especialmente si es terrestre (donde muchas de las mejores ubicaciones ya están utilizándose). Asumiendo que se instalen fundamentalmente en el mar, probablemente se podrían conseguir rendimientos medios de 4.000 horas equivalentes anuales. Por tanto, sería necesario instalar alrededor de 34.000 GW de potencia adicional en todo el mundo. En el mundo hay hoy unos 750 GW instalados, por lo que habría que multiplicar por 45 el parque actual. De nuevo, los costes, a precios de hoy (es probable que se reduzcan), alcanzarían o superarían los 100 billones de dólares.
Es decir: descarbonizar el planeta, sin incluir almacenamiento eléctrico, reemplazo del parque de vehículos, modificación de instalaciones de calefacción en viviendas o edificios, transporte de electricidad desde donde se produce hasta los lugares de consumo, etc, puede representar una inversión del mismo orden de magnitud al 100% del PIB mundial.
No es una cifra ‘imposible’, pero sí enorme. Suficiente como para plantearse con calma si hay que descarbonizarse al 100% o si con un 50% y adaptándonos (algo en lo que el ser humano es especialista) sería suficiente. Y cuando se haya decidido la cifra óptima, analizar si es una inversión que pueda afrontarse en 25 años o en 80, por ejemplo. Lo que cualquiera haríamos considerando comprar una vivienda al elegir la cantidad y el plazo de la hipoteca, vaya.
Bueno, pues nuestros bienamados líderes, sin saber si la cantidad de CO2 adicional emitida necesaria para alcanzar los dos grados es ‘x’ o el triple de ‘x’ y, por tanto, si cumplir el acuerdo requiere eliminar nuestras emisiones en 20 años o en 60, no han tenido reparo alguno en firmar el Acuerdo. Algunos, como la Unión Europea (a la que le dedicaré un capítulo aparte de las ‘Guerras Climáticas’), ya han definido, por ley, que la descarbonización debe ser completa en términos netos en 27,5 años. Tic, tac, good luck with that.
Pensando bien, a los mandatarios firmantes y a los que les han sucedido tiene que importarles muy poco el futuro de sus conciudadanos cuando, aparentemente, les da igual cuántas emisiones tenga que recortar su país en el futuro, en qué plazo y a qué coste. Eso, o ni siquiera entienden lo que firman, que bien podría ser en una generación de líderes occidentales que parecen vivir por y para la foto. Pensando mal…