Menos mal...
«Ahora cualquiera puede juntar cuatro letras y tres acordes y, con desigual resultado, lo mismo te saca un disco que se planta en Eurovisión»
Salgo de casa y bajo por la calle hacia la plaza con las manos en los bolsillos, tarareando en mi cabeza una de esas canciones de estribillo insoportable. Desconozco dónde la he escuchado pero maldigo al autor, sea quien sea. Paso por delante de Correos y asomo el morro por la puerta. Le grito a la empleada que está detrás del mostrador que menuda cola tiene montada para las horas que son, que ya podía darse un poquito de aire. Total, teclear una dirección, pesar un paquete, sellar un sobre, cobrar unos céntimos. Eso lo puede hacer cualquiera, que tampoco es levantar un puente, señora.
Antes de que pueda decirme nada, cierro de un portazo y sigo mi camino. En la terraza del bar hay ocupadas siete de las ocho mesas. Qué crisis ni qué crisis, si está todo el mundo en la calle gastando, le grito a uno que pasa por allí aunque no le conozco de nada. A la chica sentada en una de las mesas le explico sin detenerme que estirar el dedo meñique al coger la taza es de cursis y, además, una vulgaridad. «Y haz el favor de peinarte». Los de la última mesa le han puesto demasiado azúcar al café con leche y se lo hago saber. Les enumero las desventajas de su abuso como si les recitara la alineación del Real Madrid en la final de la Champions (si me la supiera). Van a decirme algo pero yo soy más rápida: les grito «intolerantes» y me largo, dejándoles con la palabra en la boca.
Mientras me alejo, le chillo al camarero que, con esa desgana que arrastra, no me extraña que cada vez les paguen menos. Al llegar a la altura de la agencia de seguros y desde el umbral, mientras las chicas teclean y atienden el teléfono, yo les digo que menudo timo todo y que se les debería caer la cara de vergüenza. «Qué país», resoplo mientras me alejo. Entro en la panadería con paso decidido, le llamo la atención a una señora porque lleva la compra en una bolsa de plástico, con lo que eso contamina. Saco el móvil y le enseño un vídeo de Greta desgañitada frente a un montón de adultos con traje que asienten.
«Miro a lontananza mientras acaricio a mi gato y pienso: ‘Joder, menos mal que soy columnista. De lo que me libro…’»
En el banco le afeo al que atiende la ventanilla el estar a sueldo de los poderosos, el abuso del cobro de comisiones y que obliguen a la gente mayor a sacar dinero en el cajero automático. Por ese orden. Le digo, además, que cualquier día le despiden porque lo hacen todo las máquinas y, para entonces, que no llore. En la frutería los melones no tienen muy buena pinta, yo creo que es porque los han tenido en cámaras demasiado tiempo. A saber de dónde vienen. Le detallo al frutero mi opinión al respecto, me da igual que esté atendiendo a tres señoras y un muchacho y que ni siquiera me conteste. Le recomiendo que la próxima vez se fije un poquito al seleccionarlos. Y que lea también. Que leer no hace daño.
En el colmado de la esquina, me quejo de la subida de los precios. Un señor mayor se cuela. Le grito «machista». Intenta explicarme que no se ha dado cuenta y trata de disculparse. Mansplainings a mí, poquitos, caballero. La señora que iba delante de mí dice que a ella no le importa cederle la vez, que no tiene prisa. La acuso de alienada, colaboradora necesaria del heteropatriarcado estructural e histórico para seguir invisibilizando a las mujeres y negarnos nuestro papel en la esfera pública. Me voy indignada y desde la puerta les grito «negacionistas», «opresores» e «hijos de puta». No pienso volver nunca más. Esto también se lo hago saber.
Vuelvo a casa, con las manos en los bolsillos y la misma insoportable canción en la cabeza. ¿Dónde la habré escuchado y quién habrá perpetrado tal atropello? Es que ya ni las canciones son como antes. Ahora cualquiera puede juntar cuatro letras y tres acordes y, con desigual resultado, lo mismo te saca un disco que se planta en vete tú a saber dónde a representar a España en Eurovisión. Seguro que es alguien con apellido compuesto, que ya sabemos cómo va esto. La casta y esas cosas. Los enchufes. La meritocracia esa. Me da rabia no tenerle delante para decírselo con un tono de voz tirando a elevado, levemente irritado. Llego a casa. Bajo a la cocina, abro una cerveza, me siento en la terraza. Miro a lontananza mientras acaricio a mi gato y pienso: «Joder, menos mal que soy columnista. De lo que me libro…»