En busca de Xanadú
«Es obvio que España es libre y Euskadi es libre, entre otras cosas, porque forma parte de una nación libre –España–»
Hubo cierto revuelo hace poco por una frase de Pedro Sánchez donde decía que «España y Euskadi son países libres». Por un lado, da la impresión de que a Sánchez le crece, con el independentismo vasco y catalán, el mismo síndrome de Estocolmo que tiene la derecha política con la izquierda y sobre todo con la cultura si ésta es de izquierdas. Parece que nadie quisiera estar sólo donde está sino también en el sitio del otro. O sobre todo en el sitio del otro, que el suyo ya se lo sabe. Aún se recuerdan los ojitos fascinados de muchos diputados socialistas en el Congreso ante las acometidas de Iglesias contra el gobierno de Rajoy: eso, eso es lo que hubieran querido hacer entonces. Bueno, pues Sánchez les sació su oscuro deseo y ahí sigue. Por otro, da la impresión de que ciertas frases se lanzan como globo-sonda o cortina de humo, pero no se las cree nadie, empezando por quien las pronuncia. Hoy una cosa, mañana su contraria.
Pero volvamos a la frase de marras que ya viene entrenada en aquello del diálogo Cataluña-España: ¿es correcto decir que España y Euskadi son países libres, como si habláramos de Francia y Alemania, un suponer? ¿No engloba España –al menos de momento y mientras dure, y llevamos siglos– a Euskadi? ¿Son comparables? Las tres preguntas son mera retórica y su respuesta es tan evidente que la callamos. Pero en la frase presidencial hay un problema que no se resume en no saber hablar, sino en no querer hablar como se debe; o sea en la lengua que se nos ha dado (a algunos nos han dado dos y es una gran suerte). Es obvio que España es libre –al menos es una democracia, que ya es mucho para los que conocimos su contrario– y Euskadi es libre, entre otras cosas, porque forma parte de una nación libre –España– y ahí está el quid de la cuestión. Como siempre en el lenguaje.
Hay una palabra que en España produce desde hace décadas cierta vergüenza pronunciar o escribir. Esta palabra es nación, que ha sido sustituida con tanto entusiasmo como escepticismo por la palabra país. Varios han sido los factores entre nuestras generaciones que han contribuido a ello. La exaltación franquista y la visión, digamos, cernudiana de la madrastra no son menores en este caso. Pero detrás está Larra –que acabó pegándose un tiro, no lo olvidemos–, está el periódico de izquierda civilizada y teñida en su comienzo de orteguianismo –El País–, está el vocabulario de la tan denostada Transición –donde triunfó por goleada la palabra país–, y están incluso los chistes de Forges, tan populares, y su País S.A., que tantas veces acababan sus diálogos –de campesinos, blasillos, oficinistas, matrimonios y borrachos– con la expresión de tono desesperanzador: ¡país! Hay más, pero sólo hablo del último tercio del siglo XX hacia acá.
Todo esto, aunque pueda parecer otro chiste, ha contribuido al desprestigio de la palabra nación al referirnos España y a su conversión en palabra tabú en la sociedad civil que surge del franquismo final y se desarrolla en democracia. ¿Desprestigio? ¿Tabú? Sí, salvo para una excepción que es la que menos quiere oír hablar de España: el llamado nacionalismo periférico o directamente, el independentismo. Ahí, cuando se habla de nación, no se habla de España, sino de otra cosa y a mucho orgullo además: el sentimentalismo nacionalista, su catarata de emociones y su concepción religiosa –del latín religare– son un elixir que ríanse de la pócima del druida Panorámix.
«Euskadi es un país, efectivamente, como lo es Cataluña y lo es Galicia y creo, sólo creo, que podríamos seguir con la lista»
Pero las emociones confunden y alimentadas por el voluntarismo y mezcladas con el resentimiento (historicista o no) –que siempre da buen resultado para agitar la masa del pastel– ya no digamos. Y sigo hablando de lenguaje. Me gustaría hacerlo como Canetti pero no llego. «España y Euskadi son dos países libres», dijo Sánchez y aunque fuera un tacticismo ocasional y si te he visto no me acuerdo, comme d’habitude, subrayemos el error al margen de la política. Euskadi es un país, efectivamente, como lo es Cataluña y lo es Galicia y creo, sólo creo, que podríamos seguir con la lista. Como mallorquín, considero que mi país es Mallorca –ojo, no Baleares, que es denominación administrativa, sino Mallorca– y a eso ayuda mucho el hecho insular. Como el país de Cunqueiro era Galicia y el de Pla Cataluña. O tal vez el de Cunqueiro fuera Mondoñedo y el de Pla el Ampurdán, pero en ese berenjenal mejor no meterse. Y esto funciona, o debería, del mismo modo que en Francia donde existe el país de Languedoc y el de la Aquitania y tantos otros. Pero la nación –infinitamente más centralista que España, por cierto– es Francia. Y cada uno es de su país, pero la nación es la francesa.
Aquí nos perdemos en lo que se llamaban discusiones bizantinas y concilios de Nicea para no ser más felices llamando a las cosas por su nombre. Porque a estas alturas de eso parece que se trate: de no ser felices y de andar con el ceño fruncido y no salir de la espiral mientras el mundo avanza no sabemos hacia dónde y nosotros en busca de un imaginario Xanadú.