Ontología del chivato
«El crimen de Miguel Ángel Blanco no se habría producido si Muñoa no hubiese informado del trecho que todas las tardes recorría Blanco entre la estación de tren y la gestoría en que trabajaba»
Mucho se ha escrito acerca del asesinato de Miguel Ángel Blanco al hilo de su vigésimo quinto aniversario. Reportajes, artículos, columnas… No es poco lo que sabemos de «Txapote» y de «Amaia», los responsables del crimen; o del fallecido «Oker», que también participó en él. Así y todo, solo en contadas ocasiones aparece una figura secundaria pero crucial: el chivato Iban Muñoa.
Siguiendo la orden de «Kantauri», a la sazón jefe de ETA, de secuestrar a un concejal del PP, Muñoa se puso en contacto con unos conmilitones del Comando Donosti para informarles del camino que Miguel Ángel Blanco recorría a diario. Desde la penumbra de su taller, Muñoa ponía en hora el reloj cada vez que Blanco pasaba por delante, como según la leyenda hacían los habitantes de Königsberg con el paseo vespertino del «destructor de la filosofía».
«Su implicación no se había limitado a un mero chivatazo: había cedido a los asesinos su automóvil y les había hecho llegar las llaves de su piso en el corazón de Eibar para que pasaran en él la noche previa al crimen»
Muñoa pasó veinte años a la sombra. Su implicación no se había limitado a un mero chivatazo: había cedido a los asesinos su automóvil y les había hecho llegar las llaves de su piso en el corazón de Eibar para que pasaran en él la noche previa al crimen; hasta les hubo regalado, como prenda de amistad, diez matrículas falsas troqueladas en su propio taller.
Pero lo importante fue la delación. Porque el crimen no se habría producido si Muñoa no hubiese informado del trecho que todas las tardes recorría Blanco entre la estación de tren y la gestoría en que trabajaba.
Reza el tópico que no hay mejor vigilancia que la del panóptico, esto es, la mirada de uno que, al situarse en el centro, fiscaliza a todos. Así y todo, el terrorismo abertzale enseña que es más eficaz la vigilancia sinóptica, la horizontal, la del vecino, el parroquiano, el antiguo compañero de pupitre o el baranda del taller.
Hay dos especies de delator. El más conocido es el delator panóptico, vulgo soplón. Intuye que la vida es una prisión, de manera que no queda sino imitar la conducta del carcelero. El soplón busca privilegios, prerrogativas, y en ocasiones llega a lucir los galones de todo un cabo de vara, como se llamaba al presidiario que mantenía la disciplina entre el resto de cautivos blandiendo el instrumento del que recibía el nombre.
Y existe, en segundo lugar, el delator sinóptico, esto es, el chivato. El sembrador de cizaña, planta parecida al trigo pero cuya semilla es venenosa, no se adscribe a ninguna razón instrumental, como sí hace el soplón. Más bien se funde y confunde con el terreno, como la propia espiga de la cizaña se confunde con la del trigo, espoleado por la intención de hacer daño.
La panopsis pone la realidad a tiro al colocarse en el puesto de traviesa. Este, en jerga cinegética, es el puesto que en una montería sitúa en el centro de la mancha, es decir, el terreno por donde pasan las piezas a batir. Ahora bien, el panóptico, por definición, dispara a bulto. Raya a tanta altura como el águila, pero, el situarse tan alejado de la presa, solo advierte de los objetivos más grandes: aquila non capit muscas…
La sinopsis, en cambio, conoce y reconoce el terreno porque se ha fundido con él. Si la mirada panóptica mira desde el puesto de montería, la mirada sinóptica serpentea al rececho, lo que exige entrar con sigilo en el territorio para mimetizarse con él. Sin-opsis es, al fin y al cabo, mirar con tus propios ojos y con los ojos del otro.
El chivatazo de Muñoa nos enseña una verdad generalmente inadvertida, y resulta por ello más elucidario que cien papers a cuento de Foucault y la biopolítica. El premio que recibe no es cobrarse una pieza o apuntarse un tanto, como haría el soplón, sino enseñorearse del terreno, ejercitándose en el acecho por el acecho.
El aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco me ha pillado leyendo el espléndido Vida escaparate (Almuzara) de la ensayista argentina Julia Lescano. Buena forma de entender el paso del panóptico, en que uno vigilaba a todos, al sinóptico, en que todos vigilan a unos cuantos, es su análisis de «los mirados». Estos, según su brillante descripción, trabajan en la superficie de las pantallas, lo que les impide zambullirse en nada profundo, y viven en permanente disponibilidad, de tal suerte que «su propio espacio doméstico se convierte en una estación de vigilancia constante».
Este tipo de vigilancia es, sobra decirlo, anterior a las redes sociales. A uno se le viene a las mientes aquella escena irrepetible de Grandes esperanzas, la novela de Dickens, en que el odioso señor Pumblechock dirigía su negocio mirando el del carnicero. Este, a su vez, se ganaba la vida escrutando al panadero, quien, al mismo tiempo, permanecía en su puesto con los ojos fijos en el farmacéutico…
Cuando hay sinopsis no hace falta panopsis. Por eso el censor es innecesario cuando, emboscados entre las jaras y retamas, menudean chivatos y delatores. Sea como fuere, benditos sean estos tiempos en que ser vigilados no supone arriesgar la nuca.