La vida merece la pena
Me pregunto con qué corazón llegaré a la muerte. Y aunque no puedo saberlo, me gustaría hacerlo dando las gracias, como mi bisabuelo materno
Las palabras de los sencillos aventajan a los tratados de teología. En casa de mi abuela materna, leo un recorte de prensa fechado en 1956, en el que su padre, mi bisabuelo, responde a una encuesta con una frase propia de un místico. A la pregunta de si merece la pena la vida, responde que sí con una rotundidad enternecedora: Lo bueno -dice-, siempre supera lo malo. Ya mi vida es la de una persona mayor, aunque todavía, viejo y con una larga enfermedad, vale la pena vivir.
Mi bisabuelo regentaba el casino, situado en la plaza del pueblo. Una pequeña habitación con mesas y tapetes donde los hombres bebían vino mientras jugaban al tresillo entre el humo de los celtas. En Lanteira, pueblo mínimo acunado por las montañas, el casino era el epicentro de la vida pública: los mineros se entregaban a la amistad tras los días agotadores.
«Eran tiempos en los que las distancias no habían sido empequeñecidas por la velocidad de los medios de transporte»
En invierno, para alcanzar sus hogares, a veces tenían que atravesar la nevada, cuando no había carretera y los grifos se atoraban por motivo del hielo. Eran tiempos en los que las distancias no habían sido empequeñecidas por la velocidad de los medios de transporte, sin internet, con la conversación como única artimaña contra el olvido.
Sé poco de Gregorio Gámez, mi bisabuelo, aparte de que murió por un ataque asmático, pero estas frases del periódico son suficientes. Qué mejor biografía que una esperanza como la suya, en el umbral de la muerte. Mostrarse agradecido pese a todos los infiernos que le han mostrado los dientes, como quien ha conseguido atravesar un tornado con una vela encendida.
«Hay personas que viven infestadas por el virus del pesimismo, con un corazón enfadado»
Hay personas que viven infestadas por el virus del pesimismo, con un corazón enfadado. Un conocido me decía que, de haber nacido otra vez, lo cambiaría todo. Se había sentido, como tantas personas, prisionero dentro de su propia historia. Había vivido como quien cumple una condena, arrastrando los días como si estos fueran pesados grilletes de presidiario.
Me pregunto con qué corazón llegaré a la muerte. Y aunque no puedo saberlo, me gustaría hacerlo dando las gracias, como mi bisabuelo materno. Cuando el diablo me atosiga, a veces, releo su respuesta con la lentitud de una vaca al masticar la hierba. Una respuesta que no ha sabido dar ninguno de los místicos que hay en mis estantes. De una sencillez desconcertante, que empata la de los niños. Como quien pega la oreja a una caracola para escuchar la canción del océano, yo me acerco a este recorte de prensa para escuchar al dueño del casino de Lanteira decir que la vida merece la pena.