Justos por pecadores
«El caso de los ERE solo servirá para avalar la tesis del Gobierno y sus socios de que la Justicia no será justa hasta que los magistrados conservadores sean depurados»
El 9 de noviembre de 2016 fue un día de resaca electoral. La noche anterior se había consumado la victoria de Donald Trump y la pesadilla empezaba a tomar forma. Tenía clase a primera hora y la sensación al enfilar Broadway fue que la ciudad despertaba de luto (lo más probable es que estuviera como siempre, pero ya saben cómo funcionan los sesgos). Quienes sí estaban de luto eran los estudiantes que me esperaban, no lo olvido, sentados en el aula 301. Tan es así, que convertimos aquella sesión en una suerte de terapia colectiva. Sus lecturas de la actualidad eran sencillas, pero informadas. Les preocupaba la derogación de la reforma sanitaria de Obama, la institucionalización del machismo y la xenofobia, y la normalización de un modo de hacer política que ignoraba las reglas informales de la democracia. Este último punto fue, desde el comienzo de la presidencia de Trump, una fuente de temores fundados entre aquellos que velaban más por la democracia liberal que por la doctrina woke.
Porque Trump, desde antes de asumir la presidencia y hasta hoy, ha sido fiel a un único principio: atacar a los tribunales que dictan sentencias inconvenientes. Un juez federal acertó al señalar que sus críticas altisonantes estaban alimentando una «narrativa destructiva». No es necesario insistir en que las críticas al poder judicial desde el poder ejecutivo son letales para el sistema democrático. O quizá sí. Porque cuando las acusaciones que denuncian el sesgo político y la falta de independencia de los jueces no proceden del Ejecutivo de Trump, sino del de Pedro Sánchez, parece que los efectos corrosivos se diluyen.
«En España, el presidente del Gobierno puede afirmar sin titubeos que una condena judicial, en base a unos hechos delictivos que tres instancias consideran probados, es una injusticia»
En España, el presidente del Gobierno puede afirmar sin titubeos que una condena judicial, en base a unos hechos delictivos que tres instancias consideran probados, es una injusticia. Repito: el presidente puede decir que la Justicia es injusta sin provocar turbulencia alguna entre sus cuadros mediáticos (del partido, ni hablamos). Entiendo que se reservan las palabras solemnes sobre cómo los tribunales son baluartes de la democracia para la próxima ocurrencia de Trump.
El mensaje implícito, que algunos peones hacen explícito en las redes, es todavía más peligroso. Califican la sentencia del Supremo de «política» -cuando todavía no está escrita- y se justifican aludiendo a la sobrerrepresentación que el conservadurismo supuestamente tiene en la judicatura. Creen que su argumento lo demuestra la discrepancia del Tribunal (tres votos frente a dos) respecto al delito de malversación de José Griñán, y omiten la unanimidad que existió sobre su delito de prevaricación. Lo más siniestro viene después: la falta de ecuanimidad de la Justicia, colonizada por conservadores, exige una intervención. Y así, el caso de los ERE no servirá para forzar un acto de contrición en el PSOE andaluz, sino para avalar la tesis que el Gobierno y sus socios nunca han abandonado: la Justicia no será justa hasta que los magistrados conservadores sean depurados.