La mujer en el diván
«Las feministas han pasado de ser liberadoras a censurar todas las mujeres que se salen de sus rígidos esquemas»
Es el ángel caído y la violencia hembra de esa España silenciosa, reprimida. Es antigua, violenta, el ídolo de una tribu capitalista, mujerona y esbelta. Elegante y sensual, como una Salomé rusa apócrifa, enemiga de la España lamentosa de feministas que reniegan de su feminidad. La mujer que interpreta Patricia Jacas en los escenarios de Madrid no se puede entender con los modelos que el feminismo hoy se empeña en imponernos, no se puede estipular mediante códigos de conveniencia social o moral, ya vengan del ministerio de la mojigatería o de la institución matrimonial.
Aparece como la salvaora, la niña de fuego escultórica y perpetua, bajo el ala de un sombrero de paja. Este torero hembra se marca un baile de piernas con el sombrero y hace tan bien de maja que ni pintada por Goya. Brinda espléndida, con la copa alzada, en su solitaria celebración de la mujer fatal. Interpreta esa mujer educada «fallida» cuyas energías parecen neuróticamente desviadas hacia el boudoir. La encarnada en mujer vampiro, en diva o lagarta lógicamente no cabe en este sistema feminista, porque no busca ser benevolente ni tampoco víctima, no va por la vida interpretando el personaje de una novela de Tólstoi. En un perfecto ruso, Patricia recita un poema de Pasternak…: Быть женщиной — великий шаг, Сводить с ума — геройство. «Es un gran paso ser mujer, volver loco a alguien es un acto de heroísmo».
El contexto de la obra es la caída del comunismo en Rusia. En 1991 se hunde un mundo muy ingenuo y absurdo ante la impasibilidad de muchos. «¡Los noventa! Bendigo aquella década, sus años inolvidables…». Mujeres que jugaban a la ruleta rusa, que habían descubierto que el dinero, y no necesariamente el trabajo, es un recurso para la independencia. Dinero y amor, libertinaje y materialismo son los grandes temas en De una soledad… «No me gustan los pobres, los humillados, los ofendidos», dice, y el aire puede cortarse con un cuchillo. (Cada vez que pronuncio esta frase pienso que media platea se va a levantar y largarse, me confiesa después en un garito). La audiencia recorre con la mirada el juego de piernas con el sombrero. Esperan con paciencia a que Patricia se pinte todas las rojas del patriarcado. Las de las manos y los pies.
«Las feministas españolas de ahora llevan la ingenuidad hasta el punto de creer que el Estado tiene que tutelar su libertad y su capital sexual»
Le digo a Patricia después, tomando algo con ella y con mi querida Laura Fàbregas, que con el pelo suelto en el escenario da un poco de miedo, porque tiene el erotismo de la mujer madura de su casa, como Laura Antonelli y todo eso. Las feministas rusas de los 90 se liberaron de los roles que el Estado comunista tenía preparados para ellas. Las feministas españolas de ahora llevan la ingenuidad hasta el punto de creer que el Estado tiene que tutelar su libertad y su capital sexual. Quizás una de las luchas pendientes de la mujer es expresar su feminidad abiertamente y hacerlo como un símbolo de emancipación individual.
Las feministas han pasado de ser liberadoras a censurar todas las mujeres que se salen de sus rígidos esquemas. Con ello solo dan la impresión de sentirse acorraladas. La mujer tutelada por el Estado recorre el camino opuesto al que hicieron las libertinas rusas de los 90, conquistando el terreno sin renunciar al arquetipo femenino. Todo esto una lo comprende escuchando el monólogo que mata cada martes una progre en el diván del Teatro Lara.