Que se mueran las guapas
«El mero paseo del chiringuito a la tumbona es, para aquellas chicas que lidian con complejos, una tortura»
Hubo una época, en la soltería, en que contribuía a ensalzar el culto al cuerpo y la belleza por la belleza ajena. En engordar ese ego insaciable del like más sencillo de todos: el del físico. Porque si bien el físico hay que mantenerlo a raya y cuidarlo mínimamente, no es menos cierto que tiene que ver con esa lotería genética. No hay mérito en la belleza. Y aun así, poníamos likes a esas mujeronas que con frecuencia nos aparecían en nuestros timelines, con la quimérica idea de que así generábamos un mundo ideal sin celulitis ni tallas cincuenta.
El algoritmo nos calaba (y uso el plural mayestático porque éramos muchos). (Y hablo en pasado porque renegué de aquellas prácticas). Como las de incluir en mi lista de contactos a aquellas chicas de cuerpos esculturales con las que uno se topaba en Tinder, con la tibia esperanza de salir un día de las pantallas, cuando en realidad era el cazador cazado, una presa más, otra gallina ponedora de likes en el juego perverso y sin límite de la alabanza de guapa y menosprecio de fea. ¡Que se mueran las feas!
De un tiempo a esta parte, dejados los lodazales tinderianos, el algoritmo de Instagram solo me ofrece recetas de berenjenas a la milanesa y refrescantes ajoblancos. Logré escapar de esa bulimia, tan masculina, por otra parte, que me robaba todo, hasta el café, como es propio del animal que llevamos dentro, como canta Battiato, si no lo atamos en corto.
«No son pocas teorías las que responsabilizan al hombre de la servidumbre femenina para con la industria cosmético-textil»
¿Somos los hombres los culpables de esa autoescaparatización de la mujer? Sería un tanto presuntuoso afirmar tal extremo, aunque no son pocas teorías las que responsabilizan al hombre de la servidumbre femenina para con la industria cosmético-textil. «Nos ponemos guapas para gustaros», dicen unas. «Nos ponemos guapas para nosotras mismas», dicen otras. Es un jardín complicado. Pero no es un tema menor.
Porque la guapa, la que puede, no tardará en mostrar ese poderío congénito que la aupará a los podios contemporáneos del éxito redisocial en las antípodas de la sororidad horizontal. Porque esa cosificación premiada con un chorreo de likes es lo contrario al procomún, es decir, un capitalismo olímpico de ande yo caliente y ríase la gente. Las otras. Las no-guapas. ¿Y si la culpa fuera de las guapas? ¿La culpa de qué?
«El mero paseo del chiringuito a la tumbona es, para aquellas chicas que lidian con complejos, una tortura»
Pues de lo que trata de mitigar la polémica campaña del Ministerio de Igualdad. «El verano también es nuestro». Como si las guapas hubieran desplazado a las que aparecen en el cartel: obesas mórbidas, señoras con pechos extirpados y mujeres que no van al gimnasio ni fueron mimadas por la lotería genética. Todo ese colectivo femenino que lo pasa realmente mal, tanto como para gastar sus cada vez más preciados euros en terapias psicológicas en las que encuentren herramientas para combatir esa pandemia silenciosa. La que sufren las mujeres (también las guapas, porque en la carrera de la belleza hay muchos puntos ciegos) en la exposición playera, quizá la más desprovista de filtros edulcorantes a las que nos lleva la vida social. El mero paseo del chiringuito a la tumbona es, para aquellas chicas que lidian con complejos, una tortura.
Sirva este tuit que acabo de leer en un hilo de Marta Guillén para ilustrarlo: «Llevo toda mi vida siendo una mujer muy normativa y no ha habido una sola vez que me haya puesto un biquini y no me haya sentido mal con mi cuerpo».
¿De quién es la culpa de ese odio a los cuerpos que muchas mujeres padecen? ¿De los hombres? ¿De las guapas? ¿De Instagram? ¿Del capitalismo? ¿De Chanel? En cualquier caso, es un problema del que los hombres no tenemos en general mucha idea ni empatizamos bien.
Se habla ahora del derecho a enseñar pezón y cachaza como parte de un nuevo empoderamiento. No deja de ser la cosificación de siempre, solo que con nuevos velos y retruécanos argumentales para imponer la tradición más antediluviana: la mujer para ser contemplada, admirada por sus rasgos, ponderada en términos de belleza, con una belleza cada vez más sexualizada.
«Bastaría con que los hombres neutralizáramos nuestras miradas lascivas»
¿Y cómo acabar con esto? ¿Cómo democratizar la belleza y mitigar los agravios comparativos? Cada vez que entro en Facebook y compruebo que el 99% de las stories son de mujeres poniendo morritos, mostrando sus cuerpos normativos, ganadores, en la playa y haciendo ostentación de belleza no solo me entra un bajón considerable, sino que se me despierta un resorte misoginoide. ¿Tanta lucha feminista para esto?
Quizá no haya solución. La vida es cruel. O misteriosa. O una cuestión de suerte. ¿De karma? Cá. Eso es. La vida es dura. Pero sería menos dura si, desde lo individual, se trabajara para no crear un monstruo colectivo en el que las guapas triunfan y restriegan ese éxito y las demás se lo tragan, bajo la babosa mirada de los hombres. ¿Imponer el burka? ¿Que se mueran las guapas? Nah. Quizá bastaría con que los hombres neutralizáramos nuestras miradas lascivas y las mujeres redujeran la tendencia autocosificadora hipersexualidada omnipresente. Aunque sea por un poco de caridad cristiana para quien no nació tan agraciada.