Hay que ilegalizar el PP
«A través del dominio del lenguaje que tiene el populismo, escuchamos propuestas como la de la ilegalización de partidos de ‘extrema’ derecha como Vox»
Nuestro gran «mini-nistro» de Consumo, en una entrevista concedida a la Sexta por allá el 2015, cuando aún no disfrutaba de su apogeo a los altares institucionales y, de paso, nosotros no nos deleitábamos de su empeño en poner palos en las ruedas a los principales sectores productivos de nuestro país, expresó una de esas máximas sobre la que se construyó el andamiaje del comunismo del siglo XX, decía «un delincuente no puede ser de izquierdas». Naturalmente, algo así, de alguien que nos dice qué hemos de comer, cómo hemos de gastar, cómo hemos de vivir y, el que no lo haga así, debe ser sometido a la vigilancia e impuesta penitencia (civil) de una supuesta mayoría social bien adoctrinada en la cultura de la cancelación, no debería sorprendernos demasiado.
Pero, más allá del caso concreto, vemos cómo lo que subyace al discurso de esta neoizquierda que no es más que el comunismo subido en la ola de los efectos del sesgo de confirmación de las redes sociales, sigue siendo un complejo de superioridad moral. Superioridad que, en verdad, es limitante y creadora de alteridades inmorales o amorales que habría que corregir. Nada nuevo bajo el sol, es una narrativa dulcificada de aquella ortodoxia comunista que ponía en la diana a cualquiera que pudiese relacionarse con la (decadente) cultura capitalista. Claro está, que no es ninguna broma que haya políticos que se arroguen la pureza moral porque, en verdad, lo que están diciendo es que ellos tienen la potestad de decidir quién tiene el derecho de hacer política y quién no, de quién es un ciudadano de pleno derecho y quién es una especie de meteco en su propia tierra.
Quizás haya quien crea que exagero, sin embargo, uno de los síntomas de decadencia en las democracias es, precisamente, la exclusión de la vida pública en función de unos parámetros ideológicos y morales, es el constante achique de espacios de debates libres, es la incomodidad ante la disensión y la diversidad, es pretender imponer un modelo de sociedad organicista en la que el ciudadano, la persona, sea una especie de pieza más de un órgano superior. Esta es la decadencia a la que nos enfrentamos todos los días, en el debate público y en nuestra vida privada, cuando desde poderes públicos y todas las antenas a su servicio se estigmatizan ciertos comportamientos porque son «moralmente» impropios. Cuando se trata de meter con calzador cánones y patrones de comportamiento de obligado cumplimiento si no queremos ser sometidos a la dictadura de la costumbre neocomunista.
Síntomas de decadencia hay muchos, algunos muy evidentes, como cuando un Tribunal Constitucional parece incomodar a un presidente del Gobierno o, cuando un representante político aboga por censurar a todos aquellos medios de comunicación porque le son incómodos aduciendo que solo mienten, cuando se crean sistemas de vigilancia que solo censuran lo que no está en línea de la Nueva Moral. También los hay concretos en nuestro día a día, cuando te topas con un apóstol del veganismo o tienes que debatir porque has osado dejar pasar delante en una puerta a una persona que (¡horror!) no es de tu mismo sexo (sí he dicho sexo), o cuando alguien te recrimina por utilizar un lenguaje que no entra en los cánones de la Nueva Era comunista. Todos estos síntomas, como decía, son de descomposición social y democrática.
«Estamos ante una gran ventana de Overton en la que lo impensable se convierte en aceptable, lo aceptable se convierte en sensato y lo sensato acaba siendo necesario»
Naturalmente, toda esta presión social en lo público y en lo privado, esta pretendida superioridad moral solo es una preparación para cosas peores. Parece que quieren acomodar un nuevo marco de significados que sea favorable a las tesis de según que partidos y actores políticos, no se engañen, se busca crear rebaños solícitos a la Nueva Era para lograr un cambio de sistema. Estamos claramente ante un plan de ingeniería social en el que de forma paulatina se volverán tolerables cuestiones que, sin este plan, serían imposibles de asumir para cualquier sociedad democrática. Estamos ante una gran ventana de Overton en la que lo impensable se convierte en aceptable, lo aceptable se convierte en sensato y lo sensato acaba siendo necesario. Recomiendo leer «Historia de un alemán» de Sebastian Haffner para hacerse una idea de cómo puede afectar a la convivencia de las sociedades este tipo de operaciones de transformación cultural.
¿La derivada política de todo este escenario? A través del dominio del lenguaje que tiene el populismo y la inanidad en la estrategia narrativa de los demócratas (que parecen no haberse dado cuenta de que lo que nos jugamos es un cambio de régimen), escuchamos propuestas como la de la ilegalización de partidos de «extrema» derecha como Vox. Este es un camino de no retorno, condenar, estigmatizar e ilegalizar al que no piensa como tú solo tiene un nombre: dictadura. Y, como podrán observar, este artículo no pretende defender a una formación política concreta, lo que trato es defender la libertad y abrir las ventanas para oxigenar de diversidad y tolerancia a nuestra sociedad.
Si los aspirantes a autócratas lograsen empezar a ilegalizar a Vox, ¿quién sería el siguiente? ¿El Partido Popular? ¿También a Ciudadanos? ¿Lo que fue el PSOE? ¿Y al final qué nos quedará? La conclusión está clara, todos aquellos que el Gran Hermano decida que cumplen los cánones de la Nueva Moral populista y decida quién es de extrema derecha y quién no, porque, como decía al principio, «un delincuente no puede ser de izquierdas», por tanto, solo los de izquierdas (ojo a la confusión entre izquierda, comunismo y populismo) están llamados a ser la vanguardia que dirija a la masa, al «pueblo» en el camino a su propia redención, sea al precio que sea.