Costumbrismo
«Nada como las buenas costumbres para erigir la fortaleza interior»
Desde el fondo del bolsillo, el smartphone hace uso del geoposicionamiento, del acelerómetro y del magnetómetro. Como aquella app que nos bajamos para contar pasos vende datos a terceros, Google no tarda en saber adónde nos dirigimos y a qué velocidad, si vamos a rueda o a pata, con quién vamos a reunirnos y qué gayumbos nos hemos puesto.
Los más pesimistas han advertido de la asechanza que esto supone. Como afirmaba Shoshanna Zuboff en su ensayo La era del capitalismo de la vigilancia (Paidós), toda conducta minuciosamente observada es una conducta que puede ser modificada.
El de Zuboff era, por cierto, un libro abrumador por su extension e iluminador por su inteligencia. Sus detractores le reprochaban que no fuera prolijo en datos, olvidando que constatar hechos es más importante. Pero se equivocaba al comprar la chatarra averiada de Silicon Valley, agigantando figuras como la de Zuckerberg.
Este, a su juicio, podría lograr a fuerza de clicks y anuncios personalizados lo que Skinner, padre del conductismo, consiguiese con laberintos y granos de alpiste. ¿Será así? ¿Que alguien tenga acceso a todas mis conversaciones le permite deducir qué escribiré a continuación? ¿Basta una gavilla de cookies para predecir mis acciones o, incluso, inducirme a cometerlas?
La conducta es la acción conducida por otro. Cuando entra en juego, se apaga el alma y se ejercita la racionalidad instrumental. Se ejecutan planes como un programa informático despliega un algoritmo. Lo que solo compensa si no chupas banquillo y, además, ganas el partido. Sale a cuenta si es útil.
La costumbre, en cambio, es un fin en sí misma. No se hace a cambio de otra cosa. No constituye una conducta, sino un comportamiento: el cuerpo com-porta al alma, no la arrastra de los pelos ni la encierra en el trastero hasta nuevo aviso. Si la acción es útil, la costumbre tiene sentido.
¿Cómo escapar de la dominación conductista? Por medio del costumbrismo. Nada como las buenas costumbres para erigir la fortaleza interior. Esta, bien mirado, ha de entenderse en su acepción de virtud y, también, en su acepción de muro de contención frente al asalto enemigo.
Siempre hay escolleras que cierran el paso al poder, resquicios a los que Agustín García Calvo denominaba pueblo-que-no-existe
El capitalismo vigilante podría ser tan invasivo como un régimen totalitario. Pero siempre hay escolleras que cierran el paso al poder, resquicios a los que Agustín García Calvo denominaba pueblo-que-no-existe. Existir, al cabo, es ser cuantificable y justipreciable. Pero el alma humana es voluptuosa y trascendente, esto es, cualitativa, y al centinela se le escapa por entre los dedos.
Pocas costumbres, que no conductas, más virtuosas que resguardarse de la dispersión en la plena concentración. Cuando, de niño, veía a mi madre devorar un libro tras otro, intuía que la lectura nos hace inexpugnables. Hoy puedo corroborarlo. Amazon, por cierto, me ha sido muy útil para elegir qué libros regalarle el día de su cumpleaños. Bien está. Porque no hay algoritmo que franquee nuestros dominios cuando nos rodeamos de clásicos.
Que la gorgona pueda ver el mundo no supone que lo haga. «La mirada de la gorgona» (Gorgon Gaze) es el nombre del dron americano más sofisticado hasta la fecha. Por ahora, que yo sepa, es solo un diseño. De un solo envite, sería capaz de abarcar una ciudad entera de punta a cabo. Claro que, si un dron al uso exige una veintena de analistas, éste necesitaría unos dos mil. Y las cosas hay que pagarlas.
De igual manera, que Facebook pueda conocernos más de lo que nosotros somos capaces, como afirman sus eslóganes, no quiere decir que lo haga. ¿Mil ojos tiene la noche? Sospecho que el capitalismo de vigilancia tiene, más bien, ocelos, como las mariposas o los pavos reales: ojos ornamentales que miran sin ver. Al menos, confío en que así sea.