Por qué debemos rezar por Taiwán
«Taiwán parece una pequeña isla remota e insignificante. Pero si la pequeña isla remota e insignificante llegase a caer, nosotros, los europeos, caeríamos detrás»
Si Vladímir Putin no tuviese 69 años, tal vez podría haber esperado otro par de lustros antes de tratar de enmendar en los campos de batalla lo que siempre ha percibido como el mayor desastre histórico sufrido por la Rusia contemporánea: el desmantelamiento territorial de la Unión Soviética y la ulterior secesión de Ucrania. Pero Putin ya tiene 69 años y no podía demorar mucho más su decisión. Xi Jinping también tiene 69 años, un condicionante biológico que en su caso igual comienza a transformar en perentorio el objetivo de recuperar la soberanía de la China continental sobre Taiwán, principal obsesión estratégica del Partido Comunista desde el final de la guerra civil en 1949. De ahí que en cualquier ejercicio de prospectiva el escenario más verosímil remita a un acusado incremento de la tensión prebélica con Estados Unidos, la hiperpotencia que ansía seguir conservando el dominio marino de la región, a corto y medio plazo.
Asunto, por lo demás, que no debería quitarnos el sueño en exceso a los europeos salvo por un pequeño y muy desconocido detalle, a saber: porque nuestra simple supervivencia depende de lo que ocurra con el futuro de Taiwán. Visto en un mapa, Taiwán parece una pequeña isla remota e insignificante. Pero si la pequeña isla remota e insignificante llegase a caer, nosotros, los europeos, caeríamos detrás. Y la razón última de ese enorme riesgo sistémico para nuestro continente se llama semiconductores. Ocurre que cualquier cosa que tenga algo que ver con procesos de digitalización requiere el uso intensivo de semiconductores. A ese respecto, solo la pandemia ha supuesto un salto de unos quince años en la velocidad a la que todo se está digitalizando en el mundo. Los Next Generation, por su parte, forzarán un salto adicional de otros quince en el ámbito europeo.
Y la Unión Europea, incapaz en su obtusa ceguera liberal de garantizar siquiera la producción local de simples mascarillas para casos de pandemias, por supuesto, ha dejado en manos del libre mercado la producción de esos chips sin los que ya nada de nada puede seguir funcionando. O, dicho de otro modo, Europa ha decidido jugarse a la ruleta rusa su propio destino como gran potencia económica para poder seguir ahorrándose cuatro perras gracias a la famosa mano de obra barata de Asia. De ahí que, y ahora mismo, entre China y solo tres de sus países vecinos concentren algo más del 75% de la fabricación mundial, frente al modesto 15% de Estados Unidos y el definitivamente ridículo 6% de la Unión Europea. Para hacerse una idea aproximada de la concentración extrema del mercado de microchips, una única empresa individual con sede en Taipéi, Taiwán Semiconductores, acapara el 25% de la producción total en el planeta.
Y fabricar semiconductores resulta que no es lo mismo que fabricar mascarillas quirúrgicas de usar y tirar. Poner en marcha una planta industrial de semiconductores constituye uno de los procesos técnicos más difíciles y lentos de ejecutar, si no el que más, entre todos los que existen. Por eso se suele comparar su proceso de construcción con el de las centrales nucleares. Hablamos, pues, de un mínimo de cinco años entre el inicio y el final de la obra. Eso, yendo rápido. Así las cosas, si mañana Xi Jinping transmite la orden al Ejército Popular de Liberación de proceder al cerco físico de Taiwán, con el consiguiente corolario de alineamientos entre los dos bloques del resto de países, además de las preceptivas sanciones económicas recíprocas, Europa no tardaría ni un trimestre en quedar paralizada por completo. Toda vez que su único proveedor fiable de ese insumo crítico, los Estados Unidos, muy probablemente ni siquiera resultaría capaz de producir el volumen de chips que requiere su propia economía nacional para, a su vez, poder seguir funcionando con normalidad. Parece, sí, una pequeña isla remota e insignificante, pero encierra más peligro para nosotros que cien bombas atómicas. Recemos pues.