La espada del espadón
«El monumento a Bolívar en Madrid no consagra la fraternidad entre los pueblos, sino que habla con elocuencia de la necedad de un país que exalta a sus enemigos»
Como se ha publicado estos días repetidamente, la espada de Bolívar tiene para el flamante presidente colombiano Gustavo Petro (a quien deseamos suerte en su difícil tarea) un significado especial, tanto político como sentimental, ya que una de las primeras acciones de la guerrilla en que militaba durante su juventud fue robar ese símbolo de la independencia de Colombia del museo que la alberga. De manera que estaba Petro en su derecho de darse el capricho de hacer comparecer la dudosa reliquia, en su vitrina de cristal, durante la ceremonia de su toma de posesión, para realzarla. También hay quien prefiere el gotelé. Mientras no perjudiques a nadie, adelante con chupar candados.
Pero que, al margen de estos intereses particulares, o de necesidades nacionalistas venezolanas o colombianas de configurar santorales patrióticos, a este lado del Atlántico se admire y venere la figura de Bolívar, es cosa de pereza mental, de infantilismo lírico y hasta de surrealismo. A estas alturas no es posible creer en la leyenda romántica de un espadón como Bolívar.
El libertador («libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», dijo ante la guillotina madame Roland) fue, en lo más sustancial de su psicología, un aventurero, un guerrero nato, que asumió el interface de los valores de la Revolución Francesa y la idea de independencia americana para satisfacer sus tendencias íntimas a la guerra, la aventura y el poder.
Su constante afán provocó varias guerras civiles en el subcontinente americano, guerras entre los partidarios de mantenerse unidos al reino de España y los que aspiraban a emanciparse de su tutela; guerras durante las cuales fomentó el odio a los españoles, provocó numerosas matanzas de inocentes y «no por gusto sino obligado por las circunstancias» se constituyó en dictador. Confer, para liberarse de las visiones inocentes e idealistas, o por lo menos para compensar tanta hagiografía al uso, El terror bolivariano, de Pablo Victoria. Nada tiene de extraño que el mismo Gabriel García Márquez calificase a Bolívar como el prototipo casi mítico de los dictadores latinoamericanos.
«Todos los gravísimos males que han padecido aquellas naciones desde entonces son en parte consecuencia de su aventurerismo»
Toda aquella actividad bélica y disolvente la puso en marcha Bolívar aprovechando el momento en que la metrópoli se encontraba más desvalida, invadida y saqueada por los ejércitos de Napoleón y librando contra ellos la guerra de la Independencia. Que muriese Bolívar aislado, amargado y con un gran sentimiento de derrota porque sus proyectos para la fundación de un gran país americano se vieran frustrados por las élites nacionalistas de las diferentes colonias emancipadas es pura justicia histórica. Y todos los gravísimos males que han padecido aquellas naciones desde entonces, de los que algunos aún quieren culpar a España, son en parte consecuencia de su aventurerismo.
En 1970, con el apoyo del horrible Arias Navarro y la mansa aquiescencia franquista, se levantó en el parque del Oeste de Madrid un monumento a una de las personas que más daño hicieron a España: este monumento no consagra la fraternidad entre los pueblos a uno y otro lado del Atlántico, sino que habla con elocuencia de la inconsecuente necedad de un país que exalta a sus enemigos, necedad que se prolonga hasta hoy y mañana fantásticamente. Esa estatua ecuestre, que por otra parte es vandalizada, con cierta periodicidad, por gente anónima pero que tiene sangre en las venas, habría que retirarla del espacio público antes de que yo mismo (al frente de un puñado de valientes) la dinamite sonoramente; así como urge cambiarle el nombre a la calle cerca de Legazpi que lleva el de tan ingrato y funesto personaje.
Que ahora algunos ministros y líderes de extrema izquierda reprochen al rey de la España democrática que no se levantase ante la espada del espadón también retrata a esas fuerzas políticas que suelen enredarse en simbolismos y tonterías, a menudo malintencionadas.