Novelar es historiar, pero no es Historia
Divulgando que es Historia
Divulgando que es Historia
La novela histórica goza de magnífica salud en España. Es más, los argumentos ya no son necesariamente tramas de Edades Medias con caballeros de refulgentes armaduras en otras latitudes europeas, soles que se veneraban en crecientes fértiles hace milenios al nombre de Ra, o paseos por la Subura de Roma para encontrarse crímenes con los que Cicerón pudiera hacer un remedo ucrónico de aquella magnífica película de Billy Wilder, Testigo de cargo. No. Llevamos años en que la novela histórica marcha con espadachines que, si bien no eran los hombres más honestos ni los más piadosos, eran unos hombres valientes… Viajando desde el norte, de una cueva asturiana con invocaciones marianas, al templo herculino en Gades, lugar de reunión atemporal de los más grandes generales de la antigüedad; recorriendo un camino con una peregrina por el de Santiago, al que hiciera peregrinar dándole así nombre, a una perla cargada de historia filipina; sufriendo la aventura y desventura de cides mercenarios, o de nobles castellanos enfrentados a todo un emperador; navegando siempre siempre hacia poniente, o vislumbrando naves negras a la altura de Cagayán… Sí. La novela histórica española, en español, y con temas propios, es evidente que goza de una excelente salud.
Sin embargo, ojo. Porque eso no necesariamente es Historia de España. Serán en todo caso, historias que ocurrieron en España… o pudieron tal vez ocurrir. O, como dicen los italianos con su clásico se non è vero, è ben trovato que escribiera por primera vez que se sepa, Giordano Bruno en 1584: «si no es verdad, está bien encontrado». Porque el problema surge cuando te encuentras una magnífica novela histórica, y la tomamos como si fuera un ensayo de don Claudio Sánchez Albornoz. Por poner un ejemplo. Y, claro, así acabamos creyendo que Felipe IV era un babas que se quedaba pasmado ante una mujer desnuda, como nos ha narrado de manera brillante don Gonzalo Torrente Ballester. Es una novela. No es la biografía coordinada por José Alcalá Zamora publicada por la Real Academia de la Historia. No. Aunque de esta biografía citada no se va a hacer ninguna película como sí se hizo con la novela, y por esta razón ahora es complicado dejar de ver en nuestras cabezas, la imagen del bobalicón del monarca dada por el actor Gabino Diego.
Nos quejamos del cine, pero la novela puede ser tan peligrosa como una película americana plagada de tópicos, como ya señalamos una vez. ¡Que no te cuenten películas! Pero, ah, la magia reverencial del papel, la autoridad trascendental del libro, hace que todo aquello encuadernado con un buen lomo y una portada épica, tenga siempre más prestancia y credibilidad, aunque quien lo haya escrito haya perpetrado las mayores memeces contra Clío. Pero, ojo cuidao. Si es una novela, como si de pronto quiere el autor hacer que aparezca un platillo volante en la Judea del siglo I al estilo La vida de Brian. ¡Es ficción! Me dirán que no puede serlo si tiene el apellido de histórica tras el nombre de novela. Me temo que puede. Porque el orden de los factores sí que afecta en este caso. Y si fuera historia novelada, entonces el rigor sí es más que exigible. En el caso contrario, aunque no nos guste, los, por ejemplo, personajes de inquisidores que pudieran aparecer en una obra, perfectamente pueden ser un remedo de las tropas imperiales de Darth Vader. Con música de John Williams incluida.
Creerse que, como se puede leer en una popular trilogía de la no menos popular Matilde Asensi, que se recibe una denuncia «por fornicar fuera de matrimonio», como recurso literario puede no estar mal, pero no cites esa burrada como si en alguna vez de su historia, al Santo Oficio le importara una higa (o dos) con quién le daba uno a la cópula. Aunque cosas peores escribiría el citado don Gonzalo, como aquello de que «Las mujeres, las que no son brujas, son putas. Los informes del Santo Oficio lo aseguran». Y se quedó tan ancho. Para qué leer a don Ricardo García Cárcel, don Jaime Contreras o a don José Martínez Millán, si todos sabemos, además, cómo es un inquisidor por el personaje de Emilio Bocanegra de la serie de Pérez Reverte. No obstante sigo defendiendo la libertad de todos estos autores para recrear lo que han creído necesario para sus tramas. Aunque sean una burrada como las mencionadas. No les aconsejo que se lean a Alejandro Dumas si quieren saber sobre, qué sé yo, la Noche de San Bartolomé, o me lo tengan como autor de referencia para conocer sobre la biografía del cardenal Richelieu. Ya les digo que no es buena idea. Pero si es para disfrutar de buenos raros de lectura y de literatura de primera, eso sí. ¡Uno para todos y todos para uno!
Comprendo que cada vez sea más complicado hacer distingos en momentos en que las cadenas televisivas nos hacen productos básicos para mentes cada vez más simples. Muy complicado en un país con ocho leyes orgánicas educativas en cuatro décadas. Y donde el conocimiento y enseñanza de la Historia es cada vez algo menos valorado, y con un peso curricular pelín anoréxico. Lo que lleva al oxímoron de que la Historia cada vez sea más apreciada gracias a la novela, y tal vez por eso, pueda llegar a quedar más distorsionada en cuanto a lo que fue, y lo que nos hacen ver o creer por vía de los relatos ficcionados. Pero un relato es eso básicamente: diversión. Si, por ende, tiene rigor, ahí vamos a poder disfrutar más y mejor. Sin necesidad de poner, se me viene a la cabeza, a conquistadores españoles portando AK-47. Que a veces, viendo las tropelías que comete algún autor con las llamadas licencias creativas, casi hasta veríamos normal. Pero no.
Lo normal, en cualquier caso, es que nos tentemos la ropa ante una novela histórica, disfrutemos con la narración si es buena, y a lo mejor, ésta nos llevará a querer conocer más sobre la época reflejada o usada de forillo de los acontecimientos referidos. Entonces es cuando hay que buscar unos buenos ensayos históricos. Y disfrutar, de otro modo, seriamente, con la Historia. Que tampoco es un mal plan.