Rushdie y el miedo de Occidente
«La muy orgullosa madre patria de la libertad de expresión agachó la cabeza ante las amenazas del ayatolá Jomeini al escritor indio y los traductores de su obra»
El 11 de mayo de 1961, en Milán, el hijo primogénito de un fabricante local de carnes en conserva, cierto Piero Manzoni, procedió a defecar copiosamente en un cubo de plástico para, acto seguido, rellenar noventa latas de la empresa del padre con sus personales excrementos; latas que luego firmó, numeró y etiquetó con el siguiente enunciado explicativo: «Mierda del artista». A precios de mercado actuales, el conjunto fecal de la obra completa de Manzoni se cotiza por encima del millón de euros. Y quizá se podría pensar que justo aquel día, el 11 de mayo de 1961, se acabó todo lo que había significado Occidente en la historia de la Humanidad. Pero, en puridad, eso ocurriría más de cincuenta años después de la rentable deposición de Manzoni.
En concreto, fue el 14 de febrero de 1989, cuando un anciano musulmán que no sabía ni una palabra de inglés, algo que lo inhabilitaba para poder leer una novela recién publicada por aquel entonces y que llevaba por enigmático título Los versículos satánicos, emitió un escrito instando a que se asesinara no sólo a su autor, el escritor indio Salman Rushdie, sino también a cualquiera, ya fuese editor, traductor o simple publicista elogioso de la obra, que contribuyese a difundir aquel pecado literario del que el anciano solo había obtenido conocimiento de oídas. «Pido a todos los valientes musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren, para que nunca más ninguna persona ose ofender lo que para los musulmanes es sagrado», sentenció lacónico. A propósito del 14 de febrero de 1989, reflexiona Michel Onfray en Decadencia: «Aquel día, Occidente tuvo todavía una oportunidad de existir un poco más. Pero no la aprovechó».
Un octogenario oriental había apercibido con la muerte a cualquiera que osase difundir una novela cuyo argumento contrariaba sus gustos, y Occidente en pleno, la muy orgullosa madre patria de la libertad de expresión, agachó la cabeza
Y él mismo narra a continuación en las páginas de ese ensayo lo que a estas horas, aunque solo sea por vergüenza, nadie quiere recordar. Porque ningún país judeocristiano -certifica Onfray- retiró a sus embajadores del país donde el anciano instigador de crímenes imponía su ley, ninguno. Como tampoco ninguno -continúa Onfray- amagó siquiera con adoptar represalias contra el régimen del viejo liberticida. A ese respecto, huelga decir que la mera hipótesis teórica de emprender algún tipo de respuesta punitiva, ya fuese de orden diplomático, económico o militar, ni se les pasó por la cabeza a los dirigentes políticos de ese mismo orbe judeocristiano, el amenazado por la fetua del ayatolá Jomeini. Un octogenario oriental había apercibido con la muerte a cualquiera que osase difundir una novela cuyo argumento contrariaba sus gustos, y Occidente en pleno, la muy orgullosa madre patria de la libertad de expresión, agachó la cabeza y enmudeció asustado.
Y siguió callando cuando, muy poco después de aquel 14 de febrero de 1989, los devotos discípulos del instigador comenzaron a convertir en hechos sangrientos el mandato de su maestro espiritual. Julio de 1991, Hitoshi Igarashi, el traductor de la obra al japonés, aparece asesinado en su despacho de la Universidad de Tokyo; su cuerpo había sido cosido a cuchilladas. Octubre de 1991, William Nygaard, el traductor al noruego, logra sobrevivir a múltiples heridas tras haber sido repetidamente apuñalado por un musulmán. Noviembre de 1991, Ettore Capriolo, quien acababa de volcar al italiano el contenido del original en inglés, sufre otro atentado; logra sobrevivir.
Julio de 1993, mueren 37 personas tras explotar una bomba en el hotel donde estaba alojada la persona que tradujo el texto al turco, Aziz Nesin. El viejo hablaba muy en serio. Y el silencio coral de Occidente se fue haciendo todavía más denso tras cada crimen contra uno de los más grandes de sus grandes principios. Hasta que irrumpió Mata con su cuchillo en Nueva York. Por su parte, Onfray concluye así: El 23 de febrero de 2016, la recompensa para quien asesinara a Salman Rushdei fue aumentada por el Gobierno de Irán a 600.000 dólares. ¿Qué hace Occidente? Nada. ¿Qué puede hacer? Nada». En cuanto a Piero Manzoni, el artista tan apreciado, cabe saber que murió de cirrosis a los veintinueve años de edad. Toda una metáfora del destino de Occidente.