La amenaza no es el clima, es la natalidad
«Para abordar el problema de natalidad es necesario un cambio de mentalidad a favor de la procreación y no será posible si se limita a los incentivos del gobierno»
En 1877, Charles Bradlaugh y Annie Besant publicaron en Gran Bretaña el libro Fruits of Philosophy: A Treatise on the Population Question, escrito por el doctor Charles Knowlton, uno de los defensores del control de la natalidad en los Estados Unidos. Antes de su publicación en Gran Bretaña, Knowlton ya había tenido problemas al otro lado del Atlántico por escribir este libro en un momento en el que la teoría maltusiana (la idea de que el crecimiento demográfico superaría la capacidad de producción de alimentos) se estaba haciendo popular en Inglaterra y Estados Unidos.
Pero Knowlton no era realmente un pionero. Antes que él, otros autores ya habían argumentado que el sexo no tenía que estar ligado a la reproducción. Uno de los más destacados fue Richard Carlile, con su clásico Every Woman’s Book (1826), donde había defendido seis años antes que el sexo no era un derecho exclusivo de los casados sino de todos los adultos, que la satisfacción sexual no sólo era fuente de felicidad sino también de salud y que las mujeres tenían las mismas necesidades sexuales que los hombres.
Sin embargo, fue Knowlton el que alcanzó una enorme notoriedad. El motivo es que, al editar su libro en el Reino Unido, Charles Bradlaugh y Annie Besant violaron las leyes de censura del país, que prohibían difundir cualquier información sobre la anticoncepción, lo que dio lugar a uno de los juicios más polémicos de la Gran Bretaña de finales del siglo XIX. El resultado fue que el libro de Knowlton, del que hasta entonces apenas se habían vendido 1.000 unidades, se convirtió en un superventas, superando los 250.000 ejemplares vendidos en un solo año.
Tras la polémica suscitada, la tasa de fertilidad de Gran Bretaña empezó a desplomarse. Lo que resulta especialmente llamativo porque las medidas anticonceptivas propuestas por Knowlton en realidad eran totalmente ineficaces. ¿A qué se debió entonces este desplome de la tasa de fertilidad? Sencillamente, la controversia que tuvo lugar en Gran Bretaña convirtió lo que hasta entonces era un tabú, la anticoncepción, en una conversación normal. Las personas empezaron a hablar sin tapujos sobre el control de la natalidad y la limitación de la fertilidad. Y una cosa llevó a la otra. Y la procreación, que hasta entonces se había considerado indiscutiblemente positiva, empezó a ser contemplada desde otras perspectivas bastante menos favorables.
«La crisis de natalidad se tiende a achacar a la incertidumbre económica y a la falta de ayudas a la conciliación»
Parece evidente que la polémica desatada alrededor del libro de Knowlton marcó un punto de inflexión. Sin embargo, fue una más de las muchas que se sucedieron a lo largo de los siglos XIX y XX sobre el control de la natalidad. Todas estas controversias tuvieron una dinámica similar: los defensores del control de la natalidad presionaban por un cambio en las normas sociales relacionadas con la fertilidad y el gran público reaccionaba escandalizándose. Esta permanente agitación, de acciones y reacciones, acabó alterando la perspectiva sobre la procreación. Poco a poco, lo que hasta entonces había sido asumido como indiscutiblemente beneficioso, empezó a ser percibido como negativo, una imposición que limitaba las aspiraciones vitales de las mujeres… pero también de los individuos en general.
En lo que respecta a España, donde la tasa natalidad ha alcanzado mínimos históricos, situándose muy por por debajo de la tasa de reposición, la crisis de natalidad se tiende a achacar a la incertidumbre económica y, sobre todo, a la falta de ayudas a la conciliación laboral y familiar. Aunque en nuestro país el gasto social se sitúa alrededor del 24% del Producto Interior Bruto, lo que le sitúa por encima de la media de la OCDE, las ayudas a la conciliación son prácticamente inexistentes. Por lo tanto, es lógico deducir que, si estas ayudas mejoraran, lo haría también la natalidad. Y es verdad… pero solo hasta cierto punto. Porque si observamos lo sucedido en los países que más y mejores políticas de conciliación han aplicado a lo largo de décadas, descubriremos que ninguno ha alcanzado la tasa de reposición.
Las políticas sociales del Estado, si bien pueden mitigar el problema, no son la solución. La renuncia a la procreación no solo tiene que ver con las perspectivas económicas o la falta de ayudas a la conciliación. Es un problema bastante más profundo y complejo. La crisis de la natalidad tiene que ver con el cambio de mentalidad. En las sociedades desarrolladas, los individuos tienden a buscar la autosatisfacción. Y la maternidad, o la paternidad, se percibe problemática porque implica sacrificios. Es más, las relaciones de pareja a largo plazo, se tengan hijos o no, también se perciben problemáticas, porque exigen una limitación de las aspiraciones y deseos personales.
No se trata de hacer juicios morales, ni dilucidar si es correcto anteponer la autosatisfacción a una función tan necesaria como la procreación, sino de reflexionar si no estaremos asociando la procreación a factores que la hacen muy poco atractiva, incluso incompatible con determinadas ideas. De hecho, en los movimientos medioambientales es habitual vincular tener hijos con la destrucción del planeta. El feminismo de tercera ola considera la maternidad como una forma de sometimiento de la mujer, y las legislaciones feministas, que proliferan en numerosos países, han provocado que los varones sean mucho más remisos a asumir compromisos que las mujeres, pues ven en ellos un riesgo demasiado elevado en comparación con las contrapartidas. Por último, en buena medida el progresismo asocia tener hijos como una suerte de imposición capitalista, pues el sistema capitalista necesitaría un número creciente de consumidores a los que sacrificar en el altar de la demanda.
Así pues, para abordar el problema de la natalidad lo que parece necesario es un cambio de mentalidad, tal y como sucedió en el siglo XIX y XX, pero esta vez en favor de la procreación. Sin embargo, este cambio no será posible si se limita a los incentivos que puedan proyectarse desde la Administración, porque, como es posible comprobar, ni las políticas más agresivas logran asegurar la tasa de reposición. Es la sociedad la que debe promocionar la natalidad en todas las formas y entornos posibles.
En lo personal, la procreación, si bien supone sacrificios, también proporciona satisfacciones. Pero colectivamente, es imprescindible. No solo porque asegure el reemplazo, también porque el progreso, en su acepción más determinante, está íntimamente relacionado con el crecimiento demográfico. El número importa. Una gran población produce muchas ideas y, en consecuencia, el progreso tecnológico se acelera. Y a su vez, el progreso tecnológico alivia las limitaciones provocadas por el crecimiento de la población al aumentar la producción de recursos económicos. Este es el círculo virtuoso que, durante décadas, nos ha permitido prosperar, crecer… y sobrevivir. Ir en sentido contrario no es avanzar hacia una sociedad sostenible sino hacia la extinción.